martes, 26 de julio de 2011

Las aflicciones


Hemos hablado ya de las emociones aflictivas y del perjui­cio que causan en nuestra práctica espiritual. Debo admi­tir que, aunque es natural albergar emociones como la ira y el deseo, eso no significa que debamos aceptarlas sin ha­cer nada con ellas. Soy consciente de que, en la psicología occidental, suele animarse al individuo a expresar todo tipo de sentimientos y emociones, incluso la ira. No hay duda de que muchas personas han sufrido algún trauma en su pasado y que la supresión de las emociones asociadas a esta experiencia puede dar lugar a prolongados pro­blemas psicológicos. En tales casos decimos en el Tíbet: «Cuando se bloquea la concha, la mejor forma de conocer el contenido es penetrar de un golpe en su interior».

Dicho esto, siento que es importante que los practi­cantes espirituales adopten cierta prevención contra emo­ciones fuertes como la ira, la pasión y los celos, y se dedi­quen a frenar su aparición. En lugar de dejarnos embargar por esas potentes emociones, deberíamos esforzarnos por disminuir nuestra tendencia a ellas. Si nos preguntamos si somos más felices enfadados o serenos, la respuesta resulta evidente. Como ya dijimos anteriormente, el estado mental confuso que resulta de las emociones aflictivas destruye inmediatamente nuestro equilibrio interior haciéndonos sentir inquietos e infelices. En nuestra búsqueda de la fe­licidad, nuestra meta principal debe ser combatir estas emociones, algo que solo podremos lograr mediante un esfuerzo deliberado y sostenido que implica un prolongado período de tiempo; según los budistas, incluso varias vidas sucesivas.

Como ya hemos visto, las aflicciones mentales no desa­parecen por sí solas ni se desvanecen por sí mismas con el tiempo. Su final solo llega como resultado de un esfuerzo consciente por detectarlas, disminuir su fuerza y en última instancia eliminarlas por completo.

Si deseamos tener éxito en este empeño, debemos sa­ber cómo combatirlas. Comenzamos la práctica del dhar­ma del Buda leyendo y escuchando las palabras de maes­tros expertos. Es así como nos vamos haciendo una idea clara del trance al que nos somete el círculo vicioso de la vida y a la vez nos familiarizamos con los posibles méto­dos para trascenderlo. Este estudio conduce a lo que se conoce como «comprensión derivada de la escucha», base esencial de nuestra evolución espiritual. Entonces debe­mos procesar la información que hemos estudiado hasta alcanzar una comprensión profunda de ella: la «compren­sión derivada de la contemplación». Una vez llegados a la auténtica certeza del tema que nos incumbe, meditamos sobre él hasta que este absorbe por completo nuestra men­te. Eso nos lleva a un conocimiento empírico que recibe el nombre de «comprensión derivada de la meditación».

Estos tres niveles de comprensión resultan esenciales para realizar cambios verdaderos en nuestras vidas. Con la comprensión derivada del estudio nuestra convicción se vuelve más profunda y engendra una aprehensión más plena durante la meditación. Si nos falla la comprensión derivada del estudio y de la contemplación, tendremos di­ficultades en familiarizarnos con el tema, ya sea la naturale­za tortuosa de nuestras aflicciones o la sutileza que subyace en nuestro vacío, por muy intensa que sea la meditación. Es un proceso similar al que se produce cuando nos obli­gan a reunirnos con alguien a quien no deseamos ver. Es de gran importancia, por tanto, enfatizar la necesidad de implementar estos tres estadios de práctica de forma con­secutiva.

Nuestro entorno también ejerce una gran influencia sobre nosotros. Necesitamos un entorno tranquilo con el fin de acometer la práctica. Aún más importante, dicha práctica requiere soledad, entendida como un estado men­tal libre de distracciones, no simplemente cierta cantidad de tiempo a solas en un lugar tranquilo.

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