viernes, 27 de mayo de 2011

TAOISMO, ZENISMO Y LA CAMARA DEL TE


El parentesco del zennismo y del té es proverbial. Ya hemos hecho notar que el ceremonial del té es un desarrollo del ritual Zen. El nombre del fundador del taoísmo, Laotsé, va íntimamente ligado a la historia del té. En el manual escolar chino, al tratar de los usos y costumbres, se dice que la ceremonia de ofrecer el té a un huésped data de Kwanyin, quien por primera vez ofreció durante un desfile Hann, al Viejo Filósofo, una taza del precioso líquido dorado. No trataremos aquí de discutir la autenticidad de estas tradiciones; sea como fuere, ellas demuestran la antigüedad del uso del té por los taoístas. El interés que presenta para nosotros el taoísmo y el zennismo reside muy especialmente en las ideas concernientes a la vida y al arte de lo que llamamos el Teísmo.
Es lamentable que a pesar de algunas tentativas dignas de encomio, no existe en ninguna lengua extranjera una presentación exacta de las doctrinas taoístas y zennistas.
Una traducción es siempre una traducción, y por muy buena que sea, no es más , como dice un autor Ming, que el reverso de un brocado; hay los mismos hilos, pero falta la sutileza del dibujo y del color. Además, ¿hay acaso alguna gran doctrina que sea fácil de exponer? Los antiguos sabios no exponían nunca sus enseñanzas en forma sistemática. Hablaban por paradojas, porque temían lanzar a la circulación peligrosas verdades. Laotsé, con su humor delicado, dice: "Cuando la gente de inteligencia inferior oye hablar de Tao, se echa a reír; pero si no se echasen a reír, no existiría Tao".
Literalmente, Tao significa el Sendero, pero a menudo ha sido traducido por el Camino, lo Absoluto, la Ley, la Naturaleza, la Razón, la Moda, términos que, por otra parte, no son incorrectos, puesto que los taoístas mismos emplean una palabra diferente según el sentido que deseen dar a su expresión.
Laotsé dice: "Existe una cosa silenciosa y solitaria que lo contiene todo y que nació antes de que el cielo y la tierra existiesen. Existe por sí misma y es inmutable. Vuelve a sí misma y es la madre del universo. Como ignoro su nombre la llamo Sendero. Bien con mi sentimiento la llamo el Infinito, el Infinito es lo Fugitivo, lo Fugitivo es el Desvanecimiento, el Desvanecimiento es el Retorno".
El Tao es el espíritu del cambio cósmico, la eterna evolución que produce nuevas formas. Se enrolla alrededor de sí misma, como el dragón que es el símbolo favorito de los taoístas. Es sutil como las nubes. El Tao puede ser también considerado como la Gran Transición. Subjetivamente es la manera de ser del universo, Su Absoluto es lo Relativo.
El taoísmo, como su sucesor el zennismo, representa el esfuerzo individualista del espíritu chino meridional, en oposición con el comunismo de la China septentrional que tiene su expresión en el confucianismo. El Imperio Central es tan vasto como Europa y sus diferencias idiosincrásicas están definidas por los dos grandes sistemas fluviales que lo atraviesan: el Yangtsé-Kiang y el Hoang-Ho que pueden compararse al Mediterráneo y al Báltico. Aun hoy, a pesar de los siglos de unificación, los Celestes del Sur difieren de los del Norte, en pensamiento y en creencias, como un individuo de raza latina, pueda diferir de una de raza germánica. Antiguamente, cuando los medios de comunicación eran más difíciles que hoy, y sobre todo durante la época feudal, esta divergencia de mentalidad era todavía más sensible. La poesía y el arte de un pueblo respiraban una atmósfera completamente distinta de los del otro. En Laotsé y sus discípulos, y en Kutsungen, el precursor de los poetas nacionalistas del Yangtsé-Kiang, se manifiesta un idealismo que es completamente incompatible con las nociones morales y eminentemente prosaicas de los escritores del Norte contemporáneos, o sea, cinco siglos antes de la Era Cristiana, que es cuando vivió Laotsé.
El germen de la especulación taoísta aparece mucho antes de la aparición de Laotsé, a quien se llamó Laotsé-de-las-orejas-largas. En los viejos anales chinos, y especialmente en el Libro de los Cambios, se presiente su aparición, pero el gran respeto que había hacia las costumbres en aquella época clásica de la civilización china, que alcanzó su apogeo con la dinastía Chow, durante el siglo dieciséis antes de Jesucristo, constituyó un gran obstáculo para el progreso del individualismo, de modo que fue sólo durante la disgregación de la dinastía Chow y la formación de numerosos reinos independientes, cuando el taoísmo pudo mostrar su lujuriante libre pensamiento. Laotsé y Soshi, los dos grandes representantes de la nueva escuela, eran los dos del Sur; por otra parte, Confucio y sus discípulos trataron siempre de conservar las costumbres ancestrales. Únicamente conociendo el confucianismo puede comprenderse el taoísmo y recíprocamente.
Hemos dicho que en el taoísmo, lo Absoluto era lo relativo. En ética, los taoístas negaban las leyes y los códigos morales de la sociedad, porque para ellos el bien y el mal eran cosas relativas. Una definición encierra siempre una idea de limitación. Las ideas de fijeza e inmutabilidad no son sino un alto en el desarrollo. Nuestras ideas de moralidad son hijas de las necesidades de tiempos pasados, ¿pero acaso la sociedad permanece la misma? El respeto de las tradiciones comunales comporta el sacrificio constante del individuo hacia el Estado.
La educación, para mantener una tan fuerte ilusión, encorazona la ignorancia; no se enseña al pueblo a ser virtuoso, sino a comportarse dignamente; somos malos porque somos terriblemente conscientes. No perdonamos a los demás porque nos sabemos culpables, imponemos silencio a nuestra conciencia porque tenemos miedo de descubrir la verdad a los demás; nos refugiamos en el orgullo porque no osamos decirnos esta verdad a nosotros mismos. ¿Cómo puede darse importancia al mundo siendo éste tan ridículo? El espíritu de tráfico está en todas partes. ¡El honor y la Castidad! ¿Cuál es el mercader que vende el Bien y la Verdad? Puede incluso comprarse una religión que no sea sino un ritual de moralidad santificado con flores y música. Dejad los accesorios; ¿qué queda de ella? ¡Una plegaria contra un bono para el cielo! ¡Un diploma de honorabilidad! ¡Escondeos detrás de un tonel no sea que la sociedad descubra vuestro verdadero valor! ¿Porqué les gustará tanto a los hombres y a las mujeres hacerse notar? ¿No será una reminiscencia de los tiempos de esclavitud?
La virilidad de una idea consiste tanto en su fuerza de crearse un sitio en el pensamiento contemporáneo, como en su capacidad de dominar los pensamientos futuros. La potencia activa del taoísmo se manifiesta durante la dinastía Shin, que es la que da origen al nombre de China. ¡Cuán interesante sería hacer luz sobre la influencia que ejerció entonces sobre los pensadores, los matemáticos, los escritores legistas y militares, los místicos, los alquimistas y los poetas naturistas del Yangtsé-Kiang, y trazar el retrato de aquellos especuladores de la Realidad que se preguntaban si un caballo blanco existía porque era blanco o porque era un cuerpo sólido, y de aquellos especuladores de las Seis Dinastías, que como los filósofos Zen, pasaban el tiempo discutiendo sobre lo Puro y lo Abstracto! Y no olvidaríamos rendir justo homenaje al taoísmo, por la influencia que ha tenido en la formación del carácter de los Celestes, a los que ha dado una capacidad de reserva y de refinamiento caliente como el jade. Innumerables son en China los ejemplos que muestran cómo los adeptos del taoísmo, príncipes y ermitaños, practicaban los preceptos de sus creencias y sacaban de ellas los más interesantes resultados. Su relato, rico en anécdotas, alegorías y aforismos, sería instructivo y lleno de amenidad. Podrían conversar con aquel célebre emperador que no murió jamás por la sola razón de que jamás había vivido. Montaríamos a caballo sobre el viento con Liehtsé y nuestra cabalgata sería de gran reposo, porque el viento seríamos nosotros mismos; viviríamos en medio del aire con el viejo del Hoang-Ho, que vivía entre el cielo y la tierra por la razón de que no era súbdito de uno ni de otro. En la apología que hoy hace la China moderna del taoísmo, encontraríamos una serie de datos cómicos, cuyo equivalente no existe en otra religión. Pero es sobre todo en el dominio de la estética donde el taoísmo tuvo su mayor influencia en la vida asiática. Los historiadores chinos han considerado el taoísmo como el arte de existir, porque se refiere al presente, es decir, a nosotros mismos. Es en nosotros donde Dios se confunde con la Naturaleza y donde ayer es distinto de mañana. El Presente es el Infinito en movimiento, la esfera legítima de lo Relativo.
La Relatividad busca la Adaptación; la Adaptación es el Arte. El arte de la vida consiste en la adaptación constante al medio ambiente. El taoísta acepta el mundo tal como es, y al revés de los confucianos y budistas, procura encontrar belleza en nuestro mundo de miserias y preocupaciones. La alegoría Song de los tres catadores de vinagre explica admirablemente la tendencia de las tres doctrinas. Sakyamouni, Confucio y Laotsé se encontraron un día reunidos delante de una gran jarra de vinagre, símbolo de la vida, y cada cual mojó su dedo en él, para probarlo. Confucio lo encontró agrio; Buda, amargo; Laotsé, dulce. Los taoístas pretendían que la comedia de la vida podría ser más interesante si cada cual supiese guardar el sentido de la unidad. Según ellos, conservar la proporción de las cosas y dejar sitio a los demás sin perder el suyo propio, es el secreto del éxito en el drama de la vida. Para hacer bien nuestro papel, es necesario que conozcamos toda la comedia; la concepción de la totalidad no debe jamás perderse en la del individualismo. Y Laotsé lo prueba con su metáfora favorita del vacío. Es sólo en el vacío, dice, donde se halla lo que es verdaderamente esencial. Una habitación existe por el espacio vacío comprendido entre las paredes y el techo, no por el techo y las paredes mismas. La utilidad de una jarra de agua consiste en el espacio vacío en que se puede poner el agua, no en la forma o en la materia de la jarra. El vacío es omnipotente, porque puede contenerlo todo. Sólo en el vacío es posible el movimiento. Quién pueda hacer de sí mismo un vacío en el que los demás puedan penetrar libremente, será el dueño de todas las situaciones; el todo puede siempre dominar la parte.
Estas ideas taoístas han tenido una gran influencia sobre nuestras teorías de la acción. Incluso sobre la esgrima y la lucha. El jiu-jitsu, el arte japonés de la defensa, debe su nombre a un pasaje del Tao-teiking. En el jiu-jitsu, se procura vencer la fuerza y la resistencia del contrario por la no resistencia, conservando la propia fuerza para la lucha final. Aplicado al arte, este principio esencial se demuestra por el valor de la sugestión. No diciéndolo todo, el artista deja al espectador completar su idea; y es por esto por lo que una obra maestra atrae tanto nuestra atención, que llegamos a identificarnos con ella y creer que formamos parte de su esencia. Hay un vacío, donde nosotros podemos penetrar y llenar la medida entera de nuestra emoción artística.
Quién hace de sí mismo un maestro del arte de la vida es para el taoísta el Hombre Verdadero. Desde su nacimiento, entra en el reino de los sueños, para no despertar a la realidad hasta el momento de la muerte. Atenúa su propio resplandor para poder sumergirse en la oscuridad de los demás. "Es vacilante como el que atraviesa un río en invierno; indeciso como quien teme a sus vecinos; respetuoso como un invitado; tembloroso como el hielo a punto de fundirse; simple como un trozo de madera antes de ser esculpido; vacío como un valle; informe como el agua agitada." Las tres perlas de la vida son para él la Piedad, la Economía y la Modestia.
Si volvemos ahora al zennismo, veremos que refuerza las lecciones del taoísmo. Zen es una palabra derivada del sánscrito Dhjana, que significa meditación.
El zennismo pretende que por la meditación sagrada se puede alcanzar la realización suprema de sí mismo. La meditación es una de las victorias que conducen al estado de Buda y los taoístas afirman que Sakyamouni preconizaba esta práctica muy particularmente y que había trasmitido sus reglas a su discípulo favorito Kashiapa. Según la tradición, Kashiapa, el primer patriarca Zen, confió su secreto a Ananda, que a su vez lo trasmitió a los futuros patriarcas, hasta el veintiocho, Bodhi-Dharma. Este patriarca vino de la China del Norte, a mediados del siglo dieciséis y fue el primer patriarca Zen, chino. Hay todavía mucha incertidumbre sobre la historia de estos patriarcas y sus doctrinas.
Filosóficamente, el zennismo primitivo parece tener afinidades con el negativismo hindú de Nagarjuna, y de otra parte con la filosofía Gnan que formula Sancharacharya. Las primeras predicaciones Zen se atribuyen al sexto patriarca chino, Yeno (637-713), fundador del Zen meridional, llamado así a causa de su predominio sobre la China del Sur. Fue seguido por el gran Baso, muerto en 788, que trajo una verdadera influencia del zennismo sobre la vida china. Hiakujo (719-814), su hijo, fundó el primer monasterio Zen y dictó sus reglas y su ritual. En las discusiones de la escuela Zen, se manifiesta el espíritu Yangtsé-Kiang con las formas naturistas de pensar, tan diferentes del anterior idealismo hindú. A pesar de cuanto opine el orgullo sectario, son evidentes las analogías entre el Zen meridional y las doctrinas de Laotsé y de los conversacionalistas taoístas. El TAO - TEIKING contiene alusiones a la importancia de la concentración y a la forma de regular la respiración, puntos esenciales en la práctica de la meditación Zen; por otra parte, los mejores comentarios que se conocen sobre Laotsé y su doctrina fueron escrita por adeptos de la doctrina Zen.
El zennismo, como el taoísmo, es el culto de lo relativo. Un maestro Zen describe el arte Zen, como el arte de descubrir la estrella polar en el cielo meridional.
Nada tiene realidad fuera de lo que concierne a las operaciones de nuestro propio espíritu. Yeno, el sexto patriarca, vio un día dos monjes que miraban la bandera de una pagoda ondular al viento. Uno dijo: "Es el viento que pone la bandera en movimiento"; el otro contestó: "Es la bandera por sí misma que se mueve"; pero Yeno les explicó que el movimiento real no venía del viento ni de la bandera, sino de algo más que ellos poseían en su espíritu...
Hiakujo se pasea por una selva con uno de sus discípulos, cuando una liebre saltó delante de ellos.
¿Por qué esta liebre huye de nosotros?
_ Preguntó Hiakujo.
_ Porque nos teme - le contestaron.
_ No, es porque tenemos instintos mortíferos.
Estas conversaciones recuerdan también las del taoísta Soshi. Un día éste se paseaba por el borde del río, conversando con un amigo.
_ ¡Cuán felices son los peces en el agua!
_ Observó Soshi.
_ Su amigo le respondió:
_ Vos no sois pez; ¿cómo sabéis que los peces son felices en el agua?
_ Vos no sois yo; ¿cómo sabéis que yo no sé que los peces son felices en
el agua?
El Zen ha sido frecuentemente opuesto al budismo ortodoxo, como el taoísmo al confucianismo. Si se quiere penetrar la verdadera escuela del Zen, las palabras estorban el pensamiento; la masa entera de los escritos budistas, son sólo comentarios sobre la especulación personal. Los adeptos del Zen aspiraban a la comunión directa con la esencia misma de las cosas y sólo consideraban los accesorios exteriores como unos obstáculos a la percepción clara de la verdad. Zen prefería los bocetos en blanco y negro a las pinturas policromas de la escuela budista, y esta preferencia era debida a su amor a lo abstracto.
Algunos adeptos del Zen cayeron en la iconoclastia, por haber tratado de buscar en sí mismos la esencia de Buda, en lugar de hallarla en las imágenes y en los símbolos. Tankawosho, un día de invierno destruyó una imagen de Buda para encender el fuego.
¡Sacrilegio!
_ Exclamó un espectador aterrorizado.
_ Extraeré de sus cenizas las SHALI, las piedras preciosas que se forman en el cuerpo de los Budas después de su cremación - respondió tranquilamente el discípulo de Zen.
_ ¡Pero en una estatua no puede haber Shali!
Y Tankawosho respondió:
_ Entonces es que no es un Buda, y por lo tanto no cometo ningún sacrilegio.
Y se volvió hacia el fuego para calentarse.
El Zen trajo al pensamiento oriental la idea de que la importancia de lo temporal es igual a la de lo espiritual y que en las altas relaciones de las cosas, no hay diferencia entre las pequeñas y las grandes; un átomo tiene las mismas posibilidades que el universo. Quien busque la perfección, puede hallar en su propia vida el reflejo de su luz interior. Para esto, nada hay más elocuente que la regla de un monasterio Zen. A cada miembro, a excepto del prior, era asignada una función en el funcionamiento del monasterio, y cosa curiosa, los novicios eran los que estaban encargados de las tareas más ligeras, mientras se reservaban a los monjes más respetados y avanzados en perfección, las labores más humildes y fatigantes. Estas obligaciones formaban parte de la disciplina Zen y cada labor debía ser ejecutada con el mayor esmero y perfección. ¡Cuántas discusiones no se originaron al trabajar el jardín, al raspar los nabos o al preparar el té! El ideal entero del Teísmo es la consagración de la concepción Zen, relativa a los incidentes de la vida. El taoísmo ha dado la base de las ideas estéticas, el zennismo las ha hecho prácticas y posibles.


LA CÁMARA DEL TÉ

Nuestro sistema de construcción con madera y bambú puede parecer indigno de ser considerada como una arquitectura, a los arquitectos acostumbrados a las tradiciones arquitectónicas de la piedra y el ladrillo. La perfección de nuestros grandes templos ha sido sólo reconocida muy recientemente por un experto en arquitectura occidental; y su esto ocurre con nuestra arquitectura clásica, ¿cómo podemos esperar que los extranjeros puedan apreciar la sutileza y la beldad de nuestro recinto del té cuando su construcción y su decoración están basadas en principios completamente distintos de los de Occidente?
La cámara del té (el Sukiya), no pretende ser más que una humilde mansión de aldeano, una choza de paje, así como nosotros la llamamos. Los caracteres ideográficos originales empleados en la palabra Sukiya significan la Casa de la Fantasía. Más tarde, los grandes maestros del té añadieron algunos caracteres y sustituyeron otros, según sus diversas concepciones del té y de su recinto, de modo que la palabra Sukiya, puede a su vez significar la Casa del Vacío, o la Casa de lo Asimétrico. Es, en efecto, la Casa de la Fantasía por el hecho de sur únicamente una construcción efímera, levantada para servir de asilo a una impulsión poética. Es también la Casa del Vacío, por su falta de ornamentación que permite colocar en ella, libremente, lo indispensable para satisfacer un capricho estético pasajero. Y es también la Casa de la Asimetría, por estar consagrada al culto de lo Imperfecto, y que siempre queda voluntariamente algo inacabado a fin de que la imaginación pueda acabarlo a su gusto.
Los ideales del Teísmo han ejercido, desde el siglo dieciséis, una tan grande influencia sobre nuestra arquitectura, que los interiores corrientes del Japón contemporáneo, dan al extranjero la impresión de estar casi vacíos, a causa de su extrema simplicidad y de la pureza de la decoración.
La creación de este primer santuario del té, es debida a Shenno-Soyeki, más generalmente conocido en el nombre de Rikiu, el más grande de los grandes maestros del té. El fue quién en el siglo dieciséis, bajo el patronato de Taiko-Hideyoshi instituyó el ceremonial del té y llevó sus formalidades al más alto grado de perfección. Un célebre maestro del té, de siglo quince, llamado Jowo, determinó primero las proporciones de la cámara del té. En el principio, este recinto fue sólo una parte del gran salón, aislado del resto por biombos. La parte así aislada recibió el nombre de Kakoi, que quiere decir recinto, y este nombre lo conservan todavía las habitaciones para el té que se encuentran en una casa, en lugar de constituir un pabellón separado. Pero el verdadero Sukiya se compone, en primer lugar, de la cámara del té propiamente dicha, en la que no deben caber más de cinco personas, como lo dice el proverbio al ordenar: "más que las Gracias y menos que las Musas"; de una antesala, en la cual se lavan y preparan los utensilios indispensables para hacer el té, a la que se da el nombre de "midsuya"; de un pórtico, "machiai", en el que los invitados esperan que se les ofrezca entrar en la cámara del té y de una avenida, el "roji", que conduce del pórtico a la casa del té. El recinto del té es de aspecto ordinario. Es más pequeño que las casas japonesas más diminutas y su decoración y materiales deben dar la impresión de una pobreza refinada. Pero no hay que olvidar, no obstante, que todo ello es el resultado de una premeditación artística profunda, y que en la ejecución del más mínimo detalle se ha puesto mayor atención y esmero que el que se emplea en la construcción de los templos más suntuosos.
Un recinto del té cuesta más que una habitación ordinaria, por el esmero y cuidado que exige la elección de los materiales que la componen; hasta el punto que los obreros especializados en las construcciones consagradas al té, forman una clase distinguida de artesanos, y sus obras son tan preciosas como las producidas por los fabricantes de muebles de laca.
De modo que el pabellón del té difiere, desde todos los puntos de vista, no sólo de todas las construcciones arquitecturales de Occidente, sino de la arquitectura clásica japonesa misma. Nuestros nobles edificios civiles y religiosos no son desdeñables, aún cuando sean considerados únicamente desde el punto de vista de sus dimensiones. Lo poco que ha podido conservarse a través de las desastrosas conflagraciones de los siglos, es todavía capaz de impresionarnos por su grandeza y por la riqueza de su decoración. Las robustas columnas de madera de dos y tres pies de diámetro y de treinta o cuarenta de altura, soportaban las enormes vigas que gemían bajo el peso de los techos oblicuos,
recubiertos de tejas. Esta forma de construcciones y estos materiales ofrecían sin duda poca resistencia al fuego, pero eran en cambio fuertes para soportar los terremotos; eran por lo tanto adecuados para resistir las condiciones climatológicas del país. La pagoda Yakushiji y el salón dorado de Horiuji son magníficos testimonios del poder de duración de nuestra arquitectura de madera; prácticamente estos edificios se han conservado en pie después de doce siglos de existencia. El interior de los antiguos templos y de los palacios estaba profusamente decorado. En el templo de Hoodo, en Uji, puede todavía verse un dosel y un baldaquín, irisados de mil colores, incrustados de espejos y de nácares y restos de las pinturas que adornaban antiguamente las paredes. También en Nikko y en el castillo de Nijo, en Kyoto, se puede comprobar que la belleza arquitectónica fue siempre sacrificada a la riqueza de la ornamentación, que, por sus detalles y su coloración puede igualar las creaciones árabes y moriscas.
La simplicidad y purismo de los pabellones del té, es el resultado de la emulación inspirada por los austeros monasterios Zen. Estos monasterios se diferencian de los pertenecientes a las sectas budistas, en que están ante todo construidos para ser destinados a habitación monástica. Su capilla no tiene nada de religioso; es una sala de colegio en la que los estudiantes se reúnen para discutir y meditar. No tiene más adorno que un altar central en el que se levanta una estatua de Bodhi Dharma, fundador de la secta, o Sakyamouni, rodeado de Kaphiapa y de Ananda, los dos primeros patriarcas Zen. Sobre el altar se depositaban las flores y el incienso, como ofrendas a la memoria de los grandes servicios que Zen debe a estos dos patriarcas. La fundación de la ceremonia del té, se debe al ritual instituido por los monjes Zen, que consiste en beber sucesivamente el té en un bols, delante de la imagen de Bodhi-Dharma. El altar de la capilla Zen fue el prototipo del Tokonoma, que es el sitio de honor de la mansión japonesa, el lugar en el cual se disponen las pinturas y las flores para edificación de los invitados.
Todos los grandes maestros del té fueron discípulos de Zen, y todos se esforzaron en introducir en las cosas actuales de la vida, el espíritu del zennismo.
Y por esta razón, el recinto del té y cuanto es necesario a su ceremonia, es reflejo de las doctrinas Zen. Las dimensiones del cuarto del té, que es de cuatro pleitas y media o sea, diez pies cuadrados, están determinadas por un pasaje del Sutra de Vikramadytia. Cuéntase en esta obra, que Vikramadytia recibió un día el santo Manjushiri y ochenta mil de sus discípulos en una habitación de estas dimensiones, alegoría basada en la no existencia del espacio para los verdaderos iluminados. El "roji", el paso que conduce del pórtico al pabellón del té, simboliza el primer estado de la meditación, el paso a la autoiluminación. El "roji" estaba destinado a romper todo ligamen con el mundo exterior y a preparar al visitante, con una sensación de frescura, a las sensaciones puramente estéticas que le aguardan en el pabellón del té. Quién ha hollado una vez el suelo del "roji", no puede olvidar jamás cuánto su espíritu se elevaba por encima de los pensamientos vulgares, mientras caminaba en la penumbra crepuscular de los árboles eternamente verdes, sobre las regulares irregularidades de los guijarros frescamente humedecidos, sobre los que se extiende un ligero colchón de agujas de pino secas, y mientras pasaba cerca de las linternas de granito recubiertas de musgo. Aún cuando este pabellón se levante en medio de una ciudad, se tiene la sensación de hallarse en medio de un bosque, lejos del polvo y del ruido de la civilización. Grande fue el ingenio desplegado por los grandes maestros del té, para alcanzar estas impresiones de serenidad y pureza. Según los maestros, las sensaciones experimentadas al cruzar el "roji", diferían. Algunos como Rikiu, buscaban un efecto de soledad completa, y pretendían que el secreto de construir un "roji" perfecto estaba encerrado en esta canción:
Miro al mas allá;
No hay flores
Ni hojas de colores.
En el borde del mar
Hay solitaria, una casa de aldeano,
Entre la luz desfalleciente
De una tarde de otoño.
Otros, como Kobori-Enshiu, buscaban efectos diferentes. Este afirmaba que la fórmula estaba contenida en estos versos:
Un bosquecillo de árboles, en verano,
Un pedazo de mar,
Una pálida luna de la tarde.
El sentido de estas frases es fácilmente comprensible. Quería dar la impresión de un alma apenas despierta, errante todavía entre las brumas del pasado, sumergida en la suave inconsciencia de una melodiosa luz espiritual, que aspira a la libertad que siente existir, fuera de ella, en el más allá.
Así preparado, el invitado se aproximará silenciosamente al santuario y si es Samurai, dejará su sable en la antesala, porque el recinto del té es ante todo el reino de la paz. Y entonces, inclinándose, penetrará en el interior del recinto, por una pequeña puerta no más alta de tres pies; práctica impuesta a todos los invitados cualquiera que fuese su clase, para inculcarles la humildad.
El orden de preferencia habrá sido fijado bajo el pórtico, durante su espera, y entonces entrarán uno a uno, sin ruido. Se inclinarán delante del Tokonoma y se sentarán en sus sitios correspondientes. El huésped no entra hasta que todos los invitados están reunidos y la tranquilidad reina, tranquilidad que sólo turba el delicioso canto del agua que hierve. El agua canta bien, porque en el fondo de ella se han depositado unos pedazos de hierro, a fin de obtener unos ecos en los que, atenuados por las nubes, se oye el mugir de una catarata o de un mar lejano que se estrella contra las rocas, o de la lluvia azotando un bosque de bambúes, o el suspiro de los pinos en una colina lejana.
Incluso en pleno día la luz es tenue y tamizada, porque los anchos techos en pendiente, no dejan llegar a las ventanas la luz del sol. Del suelo al techo, todo es sobrio; los invitados han escogido sus vestidos de colores discretos.
La pátina de los tiempos lo dora todo, porque nada nuevo sería aceptable allí, excepción hecha de la larga cuchara de bambú y de la servilleta de tela de lino, que deben ser nuevas y de una blancura inmaculada. Por usados que estén los utensilios, como el recinto mismo, todo es de una limpieza absoluta; ni en el más ignorado rincón debe poderse hallar un grano de polvo, o bien el dueño del recinto no es un maestro del té; una de las primeras cualidades del maestro del té es saber barrer, limpiar y lavar, porque la limpieza y el esmero es un arte, y no hay que poner, para limpiar un objeto de metal antiguo, el ardor inconsiderado de una hacendosa holandesa.
Existe una historia de Rikiu que describe pintorescamente las ideas de limpieza propias de los maestros del té. Rikiu estaba mirando a su hijo Shoan que barría y regaba los caminos del jardín. "Todavía no están limpios", dijo Rikiu, cuando Shoan hubo terminado; y le mandó volver a empezar. Después de una hora de trabajo, el joven filósofo se volvió hacia su padre: "Padre, nada más hay que hacer - dijo -, he lavado tres veces los escalones, he vertido el agua sobre las linternas de piedra y sobre los árboles, el musgo y los líquenes brillan con un verde fresco y luciente, y no queda en el suelo ni una hierba ni una hoja."
"¡Mi pobre loco! - exclamó el maestro - . No es así como el paseo debe ser barrido." Y diciendo esto, bajó al jardín y, sacudiendo un árbol, llenó el suelo de hojas de púrpura y de oro, ¡pedazos del manto de brocado del otoño! Porque lo que Rikiu exigía, no era solamente limpieza, sino belleza y naturalidad.
El nombre de Casa de la Fantasía que se da a la casa del té implica una estructura destinada a satisfacer las exigencias personales artísticas. El recinto del té está hecho para su dueño y no el dueño para el recinto. No está destinado a la posteridad y por consiguiente es efímero. Una de las costumbres más antiguas del Japón, ordena que cada uno debe tener su propia casa; la superstición Shinto manda que toda habitación sea evacuada a la muerte de su principal ocupante. Es muy posible que esta regla esté dictada por razones de higiene; acaso como el uso que exige a cada nueva pareja una nueva habitación. Esto explica que las capitales imperiales hayan sido tan frecuentemente transportadas de un sitio a otro, durante los tiempos antiguos. Uno de los ritos seculares que todavía hoy se cumplen religiosamente, es la reconstrucción, cada veinte años, del templo de Isé, el santuario supremo de la Divinidad Solar. Es superfluo decir que la observancia de estas costumbres era sólo posible gracias a la peculiar construcción de nuestra arquitectura de madera, tan fácil de construir como de destruir. Una forma de construcciones más sólidas basándose en piedra y ladrillo, hubiera hecho estas migraciones imposibles, como ocurrió por otra parte, cuando, durante el período Nara, adoptamos las construcciones de madera más macizas de la China.
Pero durante el siglo quince, gracias a la predominancia del individualismo Zen, esta vieja idea fue penetrada en un sentido más profundo en cuanto hace referencia al cuarto del té. El zennismo, de acuerdo con la teoría budista del caos, y sus esfuerzos para establecer el dominio del espíritu sobre la materia, consideró la casa únicamente como el refugio temporal del cuerpo. El cuerpo mismo no era sino una cabaña levantada en la soledad, un ligero refugio hecho con las hierbas que crecen a su alrededor, las que, en cuanto no estaban sujetas unas a otras se desvanecían en el caos original. En el cuarto del té, lo fugaz de las cosas está indicado por el techo de bálago, su fragilidad por los delgados pilares, su ligereza por las columnas de bambú, su aparente indiferencia por el empleo de materiales ordinarios. En cuanto a la eternidad, reside únicamente en el espíritu, que al encarnarse en estas cosas de una gran simplicidad, las embellece con la sutil luz del refinamiento.
El hecho de que la cámara del té esté construida para adaptarse a un gusto individual, es una potente aplicación del principio de la vitalidad en el arte. El arte, para alcanzar todo su valor, debe estar conforme con la vida contemporánea; no es que se trate de negar los derechos a la posteridad, pero debemos procurar gozar hasta el máximum del presente. No se trata tampoco de despreciar las tradiciones del pasado, pero debemos tratar de asimilarlas a nuestra consciencia. La conformidad servil a una tradición o a una fórmula, limita la expresión individualista en la arquitectura; ejemplo de ello son las lamentables imitaciones de arquitectura occidental que hoy vemos en el Japón.
Es curioso observar que en las naciones más susceptibles de progreso de Occidente, la arquitectura esté tan desprovista de originalidad, tan sujeta a las viejas tradiciones de los estilos ancestrales. Acaso la espera de la llegada de una nueva dinastía, el arte atraviese un período de democratización.
La casa del vacío, el otro nombre que se da a la casa del té, además de encerrar en él el concepto taoísta de conocerlo todo, implica la necesidad de un continuo cambio de motivos de decoración. Ya he dicho que la cámara del té debe estar completamente vacía, salvo en cuanto puede momentáneamente colocarse en ella para satisfacer una fantasía estética. Si se coloca en ella un objeto de arte, hay que supeditarlo todo a la idea de realzar su valor. ¿Podría a alguien ocurrírsele oír al mismo tiempo alguna pieza de música? ¿Acaso la comprensión de la belleza es posible sin concentrar toda la atención alrededor del objeto central? El sistema de decoración de nuestra casa del té es netamente opuesta a la costumbre occidental de convertir en museo el interior de una casa. Para un japonés, acostumbrado a la simplicidad ornamental y a los frecuentes cambios de decoración, un interior occidental relleno permanentemente de un montón de cuadros, esculturas y objetos antiguos de todas las épocas, da la impresión vulgar de una ostentación de riquezas. Hace falta en verdad, una extraordinaria facultad de entusiasmo crítico para gozar de la vista constante de una obra maestra de arte; y hay que admitir que están dotados de una capacidad ilimitada de gusto artístico de la confusión de formas y colores que se encuentran en las mansiones de Europa y de América.
El nombre de casa de la Asimetría, simboliza finalmente otra fase de nuestro sistema decorativo. Los críticos occidentales han escrito frecuentes comentarios sobre la falta de simetría que caracteriza a los objetos de arte japoneses. Esto no es sino una consecuencia de la elaboración de los ideales taoístas a través del zennismo. El confucianismo, con su idea profundamente arraigada del dualismo, y el budismo del Norte con su culto trinitario, no se oponen a la expresión de la simetría. Si estudiamos, por ejemplo, los bronces antiguos de China, o las artes religiosas de la dinastía Tang y del período Nara, descubriremos una búsqueda constante de la simetría; el decorado de nuestros interiores clásicos es netamente simétrico. La concepción taoísta y Zen, eran, no obstante, diferentes; la naturaleza dinámica de su filosofía daba más importancia a la manera de buscar perfección que a la perfección misma. La verdadera belleza sólo es asequible a quien mentalmente completa lo incompleto. La virilidad de la vida y del arte reside en sus posibilidades de desarrollo. En la cámara del té, cada invitado debe completar imaginativamente, y según sus gustos personales, el efecto del conjunto. Desde que el zennismo se ha erigido en el modo de pensar prevaleciente, el arte de Extremo Oriente ha evitado la simetría porque no sólo representa lo completo, sino la repetición; la uniformidad del dibujo es fatal a la imaginación. Los países, las flores y los pájaros son los temas favoritos de la pintura, por encima de la figura humana, cuya presencia es principalmente la de la persona que lo mira, y a pesar de nuestra vanidad, nos cansamos de contemplarnos nosotros mismos.
En el recinto del té, el temor de la repetición está siempre presente; los diversos objetos que forman su decoración deben ser escogidos de manera que ninguna forma ni ningún color sean repetidos. Si, por ejemplo, ponéis en él una flor natural, ningún cuadro de flores debe ser aparente. Si vuestra tetera es redonda, que el jarro del agua sea angular; una taza de esmalte negro no debe estar al lado de una caja de té de laca negro. Si ponéis un jarro sobre el incensario, sobre el Tokonoma, no lo pongáis en el centro mismo a fin de que no quede la superficie dividida en dos partes iguales. El pilar que sostiene el Tokonoma, debe ser hecho de una madera diferente de la de los otros pilares, a fin de evitar toda la impresión de la monotonía.
El método de decoración japonesa difiere completamente del acostumbrado en las casas de Occidente, en las que se ven los objetos dispuestos simétricamente sobre las chimeneas y en otros lugares. A nosotros nos hace el efecto este sistema, de encontrarnos frente de repeticiones inútiles. Estamos, por ejemplo hablando con un hombre cuyo retrato de tamaño natural aparece colgado del muro y nos preguntamos cuál es el real, el retrato o el que nos habla; tenemos la extraña convicción de que alguno de los dos es falso. ¡Cuántas veces, sentados en una mesa, hemos debido contemplar, no sin inquietud por nuestra digestión, aquellos bodegones símbolos de la abundancia, con que se suele adornar las paredes de los comedores! ¿Por qué estos cuadros de caza y de deporte, estas frutas y estos pescados pintados? ¿Por qué estos aparadores de plata de familia que nos recuerdan los que han comido a esta mesa y que han muerto?
La simplicidad de la cámara del té y su falta de vulgaridad, hacen de ella el verdadero santuario contra las vejaciones del mundo exterior. Solo en aquel recinto es posible consagrarse, sin turbaciones exteriores, a la adoración de la belleza. Durante el siglo dieciséis, el recinto del té ofreció a los bravos guerreros y a los hombres de Estado que trabajaban en la unificación y en la reconstrucción del Japón, unas horas de tregua y de descanso en medio de sus duras labores. En el siglo diecisiete, cuando se impuso el estricto formalismo de la reJustificar a ambos ladosgla Tokugawa, constituyó para las almas artistas la única ocasión de comunión libre. En presencia de una obra de arte, no hay diferencia entre el daimio, el samurai y el hombre de pueblo. El verdadero refinamiento es hoy día cada vez más difícil por causa del industrialismo; hoy más que nunca necesitamos la cámara del té.

FUENTES:
UZO OKAKURA
EL LIBRO DEL TE

lunes, 16 de mayo de 2011

LA COPA DE LA HUMANIDAD

Antes de que fuese una bebida, el té fue una medicina. Sólo en el octavo siglo hizo su entrada en China, en el reino de la poesía, como una de las más elegantes distracciones de aquel tiempo. En el siglo quince, el Japón le dio patente de nobleza e hizo de él una religión estética: el teísmo.
El teísmo es un culto basado en la adoración de la belleza, tan difícil de hallar entre las vulgaridades de la trivial existencia cotidiana. Lleva a sus fieles a la inspiración de la pureza y la armonía, el sentido romántico del orden social y el misterio de la mutua misericordia. Es esencialmente el culto de lo Imperfecto, puesto que todo su esfuerzo tiende a realizar algo posible en esta cosa imposible que todos sabemos que es la vida.
Considerada en la acepción vulgar de la palabra, la filosofía del té no es una simple estética, puesto que nos ayuda a expresar, conjuntamente con la ética y la religión, la concepción integral del hombre y de la naturaleza. Obligando a la limpieza, es una higiene; es también una economía, porque demuestra que el bienestar reside más en la simplicidad que en la complejidad y en lo superfluo; es una geometría moral, porque define el sentido de nuestra proporción respecto al Universo. Y, finalmente, representa Oriente, puesto que hace de todos sus adeptos unos aristócratas del buen gusto.
El hecho de que el Japón haya permanecido durante tantos siglos aislado del mundo, ha contribuido, al desarrollar su vida interior, a la propagación del teísmo. Nuestras habitaciones, nuestra cocina y nuestra indumentaria; nuestras lacas, nuestras porcelanas, nuestra pintura y nuestra literatura han sufrido su influencia. Nadie que conozca la cultura japonesa podrá negarlo. Ha penetrado en todas las mansiones, desde las más nobles hasta las más humildes. Ha enseñado a la gente del campo el arte de arreglar las flores y al más humilde trabajador el respeto hacia el agua y las rocas. En nuestro lenguaje corriente suele decirse, hablando de un hombre insensible a todos los episodios cómico serios de la vida cotidiana y del drama individual, que le falta té; y se vitupera, en cambio, el esteta grosero, que, indiferente a la tragedia mundana, se abandona sin freno a sus emotivas sensaciones, diciendo de él que tiene demasiado té.
Un extranjero se extrañará sin duda de que pueda darse a este culto tanta importancia. ¡Una tempestad en una taza de té!, exclamará. Pero si se considera cuán exigua es la copa de la felicidad humana, cuán fácilmente desborda de las lágrimas vertidas, y cuán fácilmente, en nuestra sed inextinguible de infinito, la apuramos hasta las heces, se comprenderá que se dé tanta importancia a una taza de té. Pero la humanidad ha hecho mucho peor. Hemos sacrificado libremente al culto de Baco; hemos desfigurado y escarnecido la imagen sangrienta de Marte. ¿Por qué no consagrarnos a la reina de las Camelias y abandonarnos al inefable efluvio de simpatía que desciende de sus altares? En el líquido ambarino que llena la taza de porcelana marfileña, el iniciado encontrará la reserva exquisita de Confucio, la seducción picante de Laotsé y el aroma etéreo de Sakyamouni.
Quién sea incapaz de discernir en sí mismo la insignificancia de las grandes cosas, estará mal preparado para apreciar la grandeza de las pequeñas cosas en los demás. Cualquier occidental, en su frivolidad superficial, no verá en la ceremonia del té más que una de las mil rarezas pueriles que constituyen el encanto y el misterio del Extremo Oriente. Se había acostumbrado a considerar el Japón como un país bárbaro, mientras en él no se practicaban más que las artes pueriles de la paz; hoy se le considera como un país civilizado, desde que se ha empezado a practicar el asesinato en gran escala en los campos de Manchuria.
¡Cuántos comentarios nos ha suscitado el código de los samuráis, este Arte de la Muerte, al que con tanto júbilo hacen nuestros soldados ofrenda de sus vidas! Pero nadie presta atención al teísmo, que no obstante representa tan bien nuestro Arte de la Vida. ¡Con cuánto gusto permaneceríamos considerados como bárbaros, si nuestra patente de civilización no debiese reposar más que sobre nuestras glorias militares! Y pacientemente esperaríamos la hora en que se concediese a nuestro arte y a nuestros ideales el respeto que les son debidos.
¿Cuándo logrará Occidente comprender o tratar de comprender a Oriente?
Muchas veces, nosotros, asiáticos, quedamos horrorizados de la extraña red de hechos e invenciones en que se nos envuelve. Se nos representa viviendo del perfume del loto, cuando no de ratas y cucarachas. En nosotros no hay más que fanatismo impotente o sensualidad abyecta. El espiritualismo indio no es más que ignorancia; la sobriedad china, estupidez; el patriotismo japonés, una consecuencia del fatalismo; y se ha llegado a decir, que si somos menos sensibles al dolor y a las heridas, es debido a una menor sensibilidad de nuestro sistema nervioso.
¿Por qué no divertiros con nosotros? Asia os devuelve el cumplido.
¡Cuánto os reiríais si supieseis cuánto hemos imaginado y escrito sobre vosotros!
Hay todo el encanto de la perspectiva, toda la ofrenda inconsciente de lo maravilloso, toda la venganza silenciosa de lo nuevo y de lo indefinido. Se os ha acusado de virtudes demasiado refinadas para envidiároslas y de crímenes demasiado pintorescos para ser condenados. Nuestros escritores de antaño -hombres doctos y prudentes- nos han enseñado, por ejemplo, que tenéis unas colas de madera escondidas debajo de vuestros vestidos, y que frecuentemente vuestra cena se compone de un buen estofado de niños recién nacidos! Y peor aun; siempre los hemos considerado como el pueblo menos práctico de la tierra, porque nos habían dicho que rezabais mucho, pero no practicabais.
Felizmente, estas ideas falsas empiezan a desvanecerse en nosotros. El comercio ha favorecido la venida de los europeos a los puertos de Extremo Oriente y los jóvenes asiáticos afluyen hacia los colegios europeos para adquirir la educación moderna. Acaso no hayamos logrado profundizar vuestra cultura, pero hemos hecho lo posible por conocerla. Muchos de mis compatriotas han adoptado ya, acaso en exceso, vuestras costumbres y vuestra etiqueta, con la ilusión de creer que al usar unos cuellos almidonados y un sombrero de seda, adquieren el mismo tiempo el conocimiento de vuestra civilización. Por muy dolorosas y afectadas que sean estas maneras de obrar, prueban, en todo caso, nuestro gran interés por aproximarnos respetuosamente al Occidente. Pero, por desgracia la actitud occidental es poco favorable a la comprensión del Oriente.
El misionero cristiano viene a nuestro país a enseñar y no para aprender. Sus informes están basados sobre algunas lamentables traducciones de nuestra inagotable literatura, cuando no sobre anécdotas, poco dignas de fe, de algunos viajeros de paso, y muy raras veces la pluma admirable y llena de caballerosidad de un escritor como Lafcadio Hearn disipa las tinieblas orientales con la antorcha de nuestros reales sentimientos.
Pero acaso con mi franqueza traiciono mi propia ignorancia del culto del té. La esencia de la cortesía oriental exige no decir nada más allá de aquello que de nosotros se espera. Lamentaría pasar por un teísta incorrecto. La mutua incomprensión del Nuevo y el Viejo Mundo, ha hecho ya tanto daño, que considero superfluo excusarme de querer colaborar, aun en lo más mínimo, en el progreso de una compenetración mayor.
El principio del siglo XX hubiera evitado al mundo el espectáculo de una guerra, terriblemente sanguinaria, si Rusia hubiese condescendido a tratar de conocer mejor el Japón. ¡Qué horribles consecuencias comporta para la humanidad el desprecio y la ignorancia de los problemas orientales! El imperialismo europeo, que llega hasta lanzar el grito absurdo del peligro amarillo, no imagina que Asia puede un día comprender el cruel sentido del desastre blanco.
Nos acusáis de tener demasiado té, pero, ¿no podemos nosotros sospechar que a vosotros os falta té en vuestra constitución?
Impidamos que los continentes se lancen continuamente epigramas y adquiramos mayor razonamiento y cordura con la mutua ganancia de medio hemisferio. Nos hemos desarrollado en sentidos distintos, pero no hay ninguna razón para que uno no complete el otro. Habéis ganado en expansión al precio de la pérdida de toda tranquilidad; nosotros hemos creado una armonía, sin fuerza contra un ataque. ¡Creedlo; desde ciertos puntos de vista, Oriente vale más que Occidente!
¿No parece raro, por otra parte, que desde hace tanto tiempo la humanidad se reúna siempre alrededor de una taza de té? He aquí el único ceremonial asiático que merece la estima universal. El hombre blanco se ha mofado de nuestra religión y de nuestra moral, pero ha aceptado sin vacilación el dorado brebaje. El té de la tarde es hoy una de las ceremonias más importantes de la vida occidental. En el ruido delicado de los platitos y las tazas, en el delicioso murmullo de las voces de la hospitalidad femenina, en el catecismo, admitido en todas partes, de la crema y del azúcar tenemos otras tantas pruebas de que la Religión del Té es hoy universalmente admitida. La resignación filosófica del invitado, ante el destino que le amenaza bajo la forma de una decocción frecuentemente dudosa, proclama en voz alta, que en él, por lo menos, el espíritu de Oriente, reina sin duda posible.
La primera mención escrita que se conoce, de la existencia del té en Europa, se encuentra, parece, en el relato de un viajero árabe que cuenta que en 879 las fuentes principales de ingresos de la ciudad de Cantón, estaban constituidas por los derechos sobre la sal y sobre el té. Marco Polo relata también que un ministro de Finanzas fue destituido por haber aumentado arbitrariamente los derechos sobre el té. En la época de los grandes descubrimientos, Europa empieza a estar algo mejor informada sobre las cosas del Extremo Oriente. A finales del siglo dieciséis los holandeses propagan la información de que en Oriente se fabricaba una bebida deliciosa con las hojas de un arbusto. Los viajeros Giovanni Battista Ramsio (1559), L. Almeida (1576), Maffeno (1588) y Tareira (1610), hacen también mención del té. Durante este último año, los barcos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales trajeron a Europa el primer té, que fue conocido en Francia en 1636 y llegó a Rusia en 1638. Hasta 1650 no fue conocido en Inglaterra, pero enseguida se habló de "esta excelente bebida recomendada por los médicos chinos, que en China llaman TCHA, en otros países TAY, o sea TEE".
Al igual que las mejores cosas del mundo, la propagación del té no se hizo sin encontrar grandes oposiciones. Algunos heréticos, como Hector Saville, en 1678, lo denunciaron como bebida impura. Jonás Hanway en su "Ensayo sobre el Té", de fecha 1756, afirmaba que el uso del té hacía perder a los hombres su estatura y su amabilidad y a las mujeres su belleza. El precio que alcanzó el té en sus orígenes, aproximadamente quince o dieciséis chelines la libra, le impidió ser desde el principio una bebida de uso corriente e hizo de él "una delicia para las recepciones del gran mundo, de la cual no se hace presente más que a los príncipes y a los grandes". Pero a pesar de estos inconvenientes, el uso del té se extendió con una rapidez extraordinaria. En la primera mitad del siglo dieciocho, los cafés de Londres se habían convertido en casas de té y eran el lugar frecuentado por los grandes espíritus de la época, como Addison y Steele, que llegaban a olvidarlo todo delante de su servicio de té. El té fue una necesidad de la vida, y por consiguiente una mercancía imponible. Recordemos, además, el papel importante que ha tenido en la historia moderna. La América colonial soportó la opresión hasta el día en que, agotada la paciencia humana, ésta se levantó ante los derechos excesivos impuestos sobre el té. La independencia de América empezó con la destrucción de unas cajas de té en el puerto de Boston.
El sabor del té posee un encanto sutil que lo hace irresistible y muy particularmente susceptible a la idealización; lo cual ha inducido a humoristas occidentales a mezclar su aroma al perfume de su propio pensamiento. El té no tiene la arrogancia del vino, el individualismo consciente del café ni la inocencia sonriente del cacao. En 1711, un periódico inglés, The Spectator, decía:
"Recomiendo muy particularmente a todas las familias bien instaladas, que consagren una hora todas las mañanas al té, al pan y a la mantequilla, y les ruego en su interés, que exijan que este periódico les sea puntualmente servido y lo consideren como formando parte del servicio del té". Samuel Johnson, haciendo su propio retrato, se representa bajo los rasgos de "un bebedor de té empedernido y sin pudor, que durante veinte años no ha regado sus comidas más que con esta planta encantadora, que el té siempre le ha divertido por la tarde y consolado por la noche, y que con el té ha saludado siempre la llegada del nuevo día".
Charles Lamb, adepto declarado del té, ha dado la verdadera definición del teísmo al decir que el mayor placer que conocía consistía en realizar una buena acción involuntaria y en darse cuenta de ello por azar. Porque el teísmo es el arte de ocultar la belleza que se es capaz de descubrir, y sugerir la que no se osa revelar. En esto consiste el noble secreto de sonreírse a sí mismo, con calma y enteramente, y es también el humor verdadero, la sonrisa de la filosofía.
Todos los humoristas verdaderamente originales pueden ser considerados como filósofos del té. Thackeray, por ejemplo, y Shakespeare. Los poetas de la decadencia - ¿cuándo no estará el mundo en decadencia? - han abierto, hasta un cierto punto, con sus protestas contra el materialismo, el camino del teísmo; y acaso hoy sea debido a nuestra facultad de contemplar seriamente lo Imperfecto, que Oriente y Occidente pueden encontrarse en una especie de mutuo consuelo.
Los taoístas cuentan que en el principio de la No Existencia, el Espíritu y la Materia se entregaron a un combate mortal. Finalmente, el Emperador Amarillo, el Sol del Cielo, triunfó de Shuhyung, el demonio de las Tinieblas y de la Tierra. El Titán, en su agonía, rompió con su cabeza la bóveda solar de jade azul y la hizo estallar en pedazos. Las estrellas perdieron sus nidos y la luna erró sin rumbo por los abismos desiertos de la noche. Desesperado el Emperador Amarillo buscó quién pudiese reparar los cielos y buscó en vano.
Del mar oriental salió una reina, la divina Niuka, coronada de cuernos y con cola de dragón, esplendorosa en su armadura de fuego. En su mágica caldera soldó los cinco colores del arco iris y reconstruyó el cielo de China. Pero afirman también, que Niuka olvidó obstruir dos rendijas del firmamento azul y empezó el dualismo del amor; dos almas que ruedan por el espacio y no pueden reposar hasta que logren juntarse para completar el universo. Cada cual debe construir de nuevo su cielo de esperanza y de paz.
El cielo de la edad moderna ha sido destrozado en la lucha ciclópea entre la riqueza y el poder. El mundo marcha a tientas en las tinieblas del egoísmo y de la vulgaridad. La ciencia se compra con una mala conciencia, la bondad se practica por amor a la utilidad. Como dos dragones agitados por un mar tempestuoso, Oriente y Occidente luchan para reconquistar la piedra preciosa de la vida. Necesitamos una nueva Niuka para reparar el gran desastre; esperemos el gran Vichnú. Entretanto, saboreemos una taza de té; la luz de la tarde ilumina los bambúes, las fuentes cantan deliciosamente, el suspiro de los pinos murmura en nuestra tetera. Soñemos en lo efímero y entreguémonos errantes a la bella locura de las cosas.

fuentes: El libro del Té
Okakura Kakuzo

lunes, 2 de mayo de 2011

LAS ESCUELAS DEL TÉ


El té es una obra de arte y necesita de la mano de maestro para manifestar sus nobles cualidades. Hay té bueno y té malo, como hay buena pintura y pintura mala, y existen tan pocas recetas para hacer un té perfecto como reglas para pintar un buen Ticiano o un Sesson. Cada fórmula de preparar las hojas posee su individualidad, sus afinidades especiales con el agua y con el calor, sus recuerdos hereditarios, su propia manera de contar. La verdadera belleza tiene que reinar en ello. ¡Qué sufrimiento el nuestro al ver que la sociedad rehúsa admitir esta ley fundamental, tan simple, del arte y de la vida! Lichihlai, un poeta Song, ha hecho notar, con gran melancolía, que las tres cosas más deplorables del mundo, son: ver una juventud destrozada por una mala educación, contemplar admirables pinturas mancilladas por la admiración del vulgo y ver derrochar tanto buen té por causa de una manipulación imperfecta.
Como el Arte, el té tiene sus escuelas y sus períodos. Su evolución puede dividirse en tres etapas principales; el té hervido, el té molido y el té en infusión. Los modernos pertenecen a esta última escuela. Estos diversos métodos de apreciar el té son significativos de la época en que han prevalecido.
Porque la vida es una expresión y nuestras acciones inconscientes revelan siempre nuestro íntimo pensamiento. Confucio decía que el hombre no sabe ocultar nada. Acaso revelamos nuestros pequeños secretos porque tenemos tan pocos grandes que esconder. Los hechos insignificantes de la rutina cotidiana, forman tanta parte de los ideales de una raza, como los más altos vuelos de la filosofía y de la poesía. De la misma manera que los diferentes modos de fabricar el vino caracterizan los temperamentos particulares de las diferentes épocas y las distintas nacionalidades europeas, los ideales del té caracterizan las diversas modalidades de la cultura oriental. El pastel de té, que se hacía hervir, el polvo de té que se molía, la hoja del té infusa, marcan las diversas impulsiones emotivas de las dinastías chinas Tang, Song y Ming, y empleando la terminología de las clasificaciones artísticas, podrían designarse respectivamente por escuela clásica, romántica y naturalista.
La planta del té, originaria del sur de China, fue conocida de la botánica y la farmacopea chinas, desde los más remotos tiempos de la antigüedad, bajo los diferentes nombres con que la describen los escritores clásicos: Tou, Tseh, Chung, Kha y Ming. Era altamente apreciada por poseer la virtud de aminorar la fatiga, deleitar el alma, fortificar la voluntad y reanimar la vista. No sólo en forma interna era usado, sino en forma externa, convertido en una pasta que se aplicaba para curar el reuma. Los taoístas consideraban el té como uno de los elementos principales del elixir de la Inmortalidad y los budistas lo empleaban para luchar contra el sueño, durante sus largas horas de meditación.
Durante los siglos cuarto y quinto, el té fue la bebida favorita de los habitantes del valle del Yangtsé-Kiang; hacia esta época apareció el carácter ideográfico moderno Cha, corrupción evidente del clásico Tou. Los poetas de las dinastías del Sur nos han dejado trazas de la ferviente adoración que sentían por la "espuma de jade líquida". Los emperadores solían conceder a sus primeros ministros, como recompensas de eminentes servicios, alguna rara preparación de las preciosas hojas. Y no obstante, la forma de beber el té de aquella época era sumamente primitiva. Se pasaban las hojas al vapor, se machacaban en un mortero, con ello se hacía una torta que se hacía hervir mezclada con arroz, jengibre, corteza de naranja, especies, leche y algunas veces, cebollas.
Esta costumbre es todavía hoy floreciente en algunos pueblos tibetanos y mongoles, que componen con todos estos ingredientes un raro jarabe. El uso de la rodaja de limón, tan apreciado de los rusos, no es sino una reminiscencia de aquel antiguo método.
Fue necesario el genio de la dinastía Tang para arrancar el té de este estado primitivo y elevarlo hasta su idealización definitiva. Luwuh, que vivió a mediados del siglo octavo, es el primer apóstol del té. Nació en una época en que el budismo, el taoísmo y el confucianismo buscaban una síntesis común. El simbolismo panteísta de la época pretendía reflejar lo universal en lo particular.
Luwuh, el verdadero poeta, descubrió en el té el mismo orden y la misma armonía que reinaba en las demás cosas, y en su famosa obra, el "Chaking", que puede ser considerada como la Biblia del Té, formula su código; en virtud de lo cual, todos los mercaderes de té, chinos, lo veneran como a su dios tutelar.
El "Chaking" comprende tres volúmenes y diez capítulos. En el primero, Luwuh trata de la naturaleza de la planta del té; en el segundo, de los instrumentos empleados para su recolección; en el tercero, del arte de seleccionar las hojas. En su opinión, las hojas de mejor calidad son las que tienen "pliegues como las botas de cuero de los caballeros tártaros, pliegues como los del cuello de un buey robusto; las que son suaves como la bruma que sube el barranco, brillantes como un lago acariciado por el céfiro y húmedas y dulces al tacto como la tierra bañada por la lluvia".
El cuarto capítulo está consagrado a la enumeración y descripción de las veinticuatro partes del equipo del té, desde el brasero trípode hasta el estuche de bambú que contiene todos los utensilios. Notable es la predilección de Luwuh por el simbolismo taoísta y es curioso también notar la influencia del té sobre la historia de la cerámica china. La porcelana Celeste, tiene, como es sabido, el prurito de reproducir las exquisitas coloraciones del jade, prurito que dió por resultado, bajo la dinastía de los Tang, el esmalte azul del Sur y el esmalte blanco de las provincias del Norte. Luwuh considera que el azul es el color ideal para una taza de té, porque da a este líquido un tinte verdoso, mientras el blanco lo hace aparecer rosado y poco agradable. Más tarde, cuando los maestros del té de los Song emplearon el té en polvo, prefirieron los recios bols azul oscuro y marrón, mientras los Ming daban su preferencia a las finas tazas de porcelana blanca.
En el quinto capítulo, Luwuh describe la manera de hacer el té. Proscribe todos los ingredientes a excepción de la sal. Insiste también sobre la tan debatida cuestión del agua y del grado de ebullición que debe alcanzar. Según él, el agua de la montaña es mejor, viene después el agua de río y finalmente la de la fuente ordinaria. Hay tres grados de ebullición; el primero, es cuando las burbujas que flotan en la superficie parecen ojos de pescado; el segundo, cuando las burbujas son como perlas de cristal rodando por una fuente; el tercero, cuando las olas se agitan tumultuosas en la tetera. Se asa el pastel de té al fuego hasta que se ponga tierno como el brazo de un niño, entonces se pulveriza entre dos hojas de papel. Al primer hervor del agua, se echa la sal, al segundo, el té, al tercero, una cucharada de agua fría para fijar el té y "dar al agua su juventud".
Después se llenan las tazas y se bebe. ¡Oh, néctar! Las pequeñas hojas membranosas quedan suspendidas como nubes de concha en un cielo sereno, o flotan como nenúfares blancos sobre un lago de esmeralda. De esta bebida hablaba Lotung, el poeta Tang, cuando decía: "La primera taza humedece mi boca y mi garganta, la segunda rompe mi soledad, la tercera penetra en mis entrañas y remueve millares de ideografías extrañas, la cuarta me produce un ligero sudor y todo lo malo de mi vida se evapora por mis poros; a la quinta taza, estoy purificado, la sexta me lleva al reino de los inmortales. La séptima..., ¡ah!, la séptima..., ¡pero no puedo beber más! Sólo siento el viento frío hinchar mis mangas. ¿Dónde está Horaisan, el Paraíso chino? Dejadme subir a esta dulce brisa y que ella me transporte a él".
Los otros capítulos del "Chaking" tratan de la vulgaridad de las formas ordinarias de hacer el té, de la historia sumaria de los bebedores de té ilustres, de las más famosas plantaciones de té de China, de las variantes que pueden introducirse en el servicio del té y de los utensilios necesarios para hacer el té; el resto del libro está desgraciadamente perdido.
La aparición del "Chaking" debió producir en su tiempo una sensación considerable; Luwuh fue desde entonces el favorito del emperador Taisung (763-779), y su renombre le trajo numerosos adeptos. Hay quién afirma que algunos refinados eran capaces de distinguir el té hecho por Luwuh del hecho por sus discípulos, y se cita el nombre de un mandarín que alcanzó la inmortalidad por la circunstancia de no apreciar el té preparado por el gran maestro.
Bajo la dinastía de los Song, el té picado se puso de moda; la segunda escuela del té había nacido. Se reducían las hojas en polvo en un pequeño molino de piedra, mientras se batía la preparación en el agua caliente con una ramita de bambú hendida a lo largo. Este nuevo método originó algunas modificaciones en el servicio del té de Luwuh y también en la elección de las hojas.
La sal fue definitivamente abolida. El entusiasmo de los chinos de la época Song, por el té, no tuvo límites. Los epicúreos rivalizaban entre ellos para ver quién descubría nuevas cualidades y se organizaron torneos para decidir acerca de su superioridad. El emperador Kiatung (1101-1124), que era demasiado artista para ser un buen soberano, disipaba los tesoros públicos para adquirir una nueva clase de té, más preciosa cada vez. El mismo emperador es autor de una disertación sobre las veinte especies del té; y es al té blanco al que concede el premio, por ser el más raro y el más exquisito.
El ideal del té, según los Song, difiere tanto del de los Tang como difería su concepto de la vida. Estos trataban de realizar lo que sus predecesores habían intentado simbolizar. Para el espíritu poseído de neoconfucionismo, la ley cósmica no se reflejaba en el mundo de los fenómenos, sino que este mundo era la ley cósmica misma. Los Eons eran sólo los momentos, el Nirvana siempre al alcance. La concepción taoísta de que la inmortalidad consiste en la eterna transformación, se compenetró con todas las formas de su pensamiento. Era el progreso y no la acción lo que era digno de interés, era el acto de cumplir y no el cumplimiento mismo de una cosa lo que era el acto vital. Así los hombres podían encontrarse cara a cara con la naturaleza; un nuevo sentido había aparecido en el arte de la vida. El té empezó a ser, no ya un pasatiempo poético, sino un método de realización personal. Wangyucheng ensalzó el té que "inundaba su alma de sensaciones, y cuya delicada amargura le dejaba el sabor de un buen consejo". Sotumpa alababa la fuerza de su pureza inmaculada que hace que el té desafíe la corrupción como el alma de un hombre virtuoso. Entre los budistas, la secta meridional de los Zen, que había asimilado tan gran número de doctrinas taoístas, formula un ritual completo del té. Los monjes cosechaban el té delante de una estatua de Bodhi Dharma y lo bebían en un bols único con todo el formalismo ritual recogido de un sacramento; y este ritual Zen es el que dio nacimiento y desarrollo a la ceremonia del té en el Japón durante el siglo quince.
Desgraciadamente, la sublevación de las tribus mongolas que tuvo efecto durante el siglo trece, y que tuvo como consecuencia la devastación y la conquista de China bajo el bárbaro gobierno de los emperadores Yuen, destruyó todos los frutos de la cultura Song. La dinastía indígena de los Ming, que durante el siglo quince intentó la renacionalización de China, fue continuamente agitada por revueltas interiores, y China cayó, durante el siglo diecisiete, bajo la dominación extranjera de los manchúes. Los usos y las costumbres se
transformaron a un punto tal, que no quedó traza alguna de las épocas precedentes.
El té en polvo fue completamente olvidado, hasta el punto que un comentador Ming se confesó incapaz de recordar cuál era la forma de la varita que servía para remover el té, tal como la describe uno de los clásicos Song.
Entonces aparece el sistema de hacer la infusión de las hojas del té en el agua caliente de un bol o de una taza; lo cual prueba que el mundo occidental es inocente del hecho de tomar el té según este viejo método; en Europa no se conoció el té hasta el fin de la dinastía Ming.
Para el chino de hoy día el té es, sí, un delicioso brebaje, pero no un ideal. Las grandes adversidades de su país le han quitado el gusto de la significación de la vida. Se ha vuelto moderno, es decir, viejo y sin ilusiones, ha perdido aquella sublime fe en ellas que constituye la eterna juventud y el eterno vigor de los poetas y de los ancianos. Es ecléctico y acepta con su tradicional cortesía todas las tradiciones del Universo. Juega con la Naturaleza pero no condesciende a conquistarla ni a adorarla. Su hoja de té es a menudo maravillosa gracias a su aroma de flor, pero la poesía de las ceremonias Tang y Song ha desertado de su taza.
El Japón, que ha seguido las vías de la civilización china, ha conocido el té en sus tres fases. Leemos que en el año 729 el emperador Shomu ofreció el té a cien monjes en su palacio de Nara. Las hojas habían sido importadas por medio de nuestros embajadores en la corte Tang y fueron preparadas según la moda del tiempo. En 801 el monje Saicho trajo algunas semillas y fueron plantadas en el Yeisan. Durante varios siglos se mencionan los jardines del té y el gran placer que la aristocracia y el clero encuentran en esta bebida. El té Song nos llegó en 1191, cuando el regreso de Yeisaizenji que había ido a estudiar la escuela meridional de Zen. Se plantaron las nuevas semillas en tres lugares distintos y se reprodujeron maravillosamente, especialmente en el distrito de Uji, cerca de Kioto, que tiene hoy todavía la reputación de producir el mejor té del mundo. El Zen meridional se impuso con asombrosa rapidez y con él el ritual y el ideal del té de los Song. En el siglo quince, bajo el dominio del Shogun Ashikaga-Voshinasa, la ceremonia del té está definitivamente constituida y establecida en su forma independiente y secular, y desde entonces el teísmo queda plenamente establecido en el Japón. El uso del té como infusión, de la China antigua, es relativamente moderno en nuestro país, pues no fue conocido hasta el siglo diecisiete. Ha reemplazado el té en polvo en la consumición corriente, pero éste no ha dejado de ser por esencia el té de los tés.
En la ceremonia del té, tal como se practica en el Japón, han alcanzado sus ideales la realización más alta. Nuestra victoriosa resistencia a la invasión mongol, en 1281, nos dió la posibilidad de continuar el movimiento Song, tan desastrosamente interrumpido en China por las incursiones nómadas. El té fue para nosotros más que la idealización de una forma de beber; fue una religión del arte de la vida. Este brebaje se convirtió en un pretexto del culto de la pureza del refinamiento; una función sagrada en la que el huésped y su invitado se unían para alcanzar juntos la beatitud de la vida mundana. El cuarto del té fue un oasis en el desierto de la vida, en el que los viajeros, cansados, podían encontrarse para beber en el manantial común del amor y del arte. La ceremonia fue un drama improvisado cuyo argumento fue tramado alrededor de la mesa del té, de las flores y de las sedas pintadas. Ningún color alteraba la tranquilidad del recinto, ningún ruido turbaba el ritmo de las cosas, ningún gesto rompía la armonía, ninguna palabra destruía la unidad de los alrededores, todos los movimientos se ejecutaban simple y naturalmente, éstos eran los designios de la ceremonia del té. Parece algo raro que el éxito la haya coronado; una sutil filosofía la habita. El Teísmo era el taoísmo disfrazado.

EXTRAIDO DEL LIBRO DEL TÉ
OKAKURA KAKUZO