lunes, 16 de mayo de 2011

LA COPA DE LA HUMANIDAD

Antes de que fuese una bebida, el té fue una medicina. Sólo en el octavo siglo hizo su entrada en China, en el reino de la poesía, como una de las más elegantes distracciones de aquel tiempo. En el siglo quince, el Japón le dio patente de nobleza e hizo de él una religión estética: el teísmo.
El teísmo es un culto basado en la adoración de la belleza, tan difícil de hallar entre las vulgaridades de la trivial existencia cotidiana. Lleva a sus fieles a la inspiración de la pureza y la armonía, el sentido romántico del orden social y el misterio de la mutua misericordia. Es esencialmente el culto de lo Imperfecto, puesto que todo su esfuerzo tiende a realizar algo posible en esta cosa imposible que todos sabemos que es la vida.
Considerada en la acepción vulgar de la palabra, la filosofía del té no es una simple estética, puesto que nos ayuda a expresar, conjuntamente con la ética y la religión, la concepción integral del hombre y de la naturaleza. Obligando a la limpieza, es una higiene; es también una economía, porque demuestra que el bienestar reside más en la simplicidad que en la complejidad y en lo superfluo; es una geometría moral, porque define el sentido de nuestra proporción respecto al Universo. Y, finalmente, representa Oriente, puesto que hace de todos sus adeptos unos aristócratas del buen gusto.
El hecho de que el Japón haya permanecido durante tantos siglos aislado del mundo, ha contribuido, al desarrollar su vida interior, a la propagación del teísmo. Nuestras habitaciones, nuestra cocina y nuestra indumentaria; nuestras lacas, nuestras porcelanas, nuestra pintura y nuestra literatura han sufrido su influencia. Nadie que conozca la cultura japonesa podrá negarlo. Ha penetrado en todas las mansiones, desde las más nobles hasta las más humildes. Ha enseñado a la gente del campo el arte de arreglar las flores y al más humilde trabajador el respeto hacia el agua y las rocas. En nuestro lenguaje corriente suele decirse, hablando de un hombre insensible a todos los episodios cómico serios de la vida cotidiana y del drama individual, que le falta té; y se vitupera, en cambio, el esteta grosero, que, indiferente a la tragedia mundana, se abandona sin freno a sus emotivas sensaciones, diciendo de él que tiene demasiado té.
Un extranjero se extrañará sin duda de que pueda darse a este culto tanta importancia. ¡Una tempestad en una taza de té!, exclamará. Pero si se considera cuán exigua es la copa de la felicidad humana, cuán fácilmente desborda de las lágrimas vertidas, y cuán fácilmente, en nuestra sed inextinguible de infinito, la apuramos hasta las heces, se comprenderá que se dé tanta importancia a una taza de té. Pero la humanidad ha hecho mucho peor. Hemos sacrificado libremente al culto de Baco; hemos desfigurado y escarnecido la imagen sangrienta de Marte. ¿Por qué no consagrarnos a la reina de las Camelias y abandonarnos al inefable efluvio de simpatía que desciende de sus altares? En el líquido ambarino que llena la taza de porcelana marfileña, el iniciado encontrará la reserva exquisita de Confucio, la seducción picante de Laotsé y el aroma etéreo de Sakyamouni.
Quién sea incapaz de discernir en sí mismo la insignificancia de las grandes cosas, estará mal preparado para apreciar la grandeza de las pequeñas cosas en los demás. Cualquier occidental, en su frivolidad superficial, no verá en la ceremonia del té más que una de las mil rarezas pueriles que constituyen el encanto y el misterio del Extremo Oriente. Se había acostumbrado a considerar el Japón como un país bárbaro, mientras en él no se practicaban más que las artes pueriles de la paz; hoy se le considera como un país civilizado, desde que se ha empezado a practicar el asesinato en gran escala en los campos de Manchuria.
¡Cuántos comentarios nos ha suscitado el código de los samuráis, este Arte de la Muerte, al que con tanto júbilo hacen nuestros soldados ofrenda de sus vidas! Pero nadie presta atención al teísmo, que no obstante representa tan bien nuestro Arte de la Vida. ¡Con cuánto gusto permaneceríamos considerados como bárbaros, si nuestra patente de civilización no debiese reposar más que sobre nuestras glorias militares! Y pacientemente esperaríamos la hora en que se concediese a nuestro arte y a nuestros ideales el respeto que les son debidos.
¿Cuándo logrará Occidente comprender o tratar de comprender a Oriente?
Muchas veces, nosotros, asiáticos, quedamos horrorizados de la extraña red de hechos e invenciones en que se nos envuelve. Se nos representa viviendo del perfume del loto, cuando no de ratas y cucarachas. En nosotros no hay más que fanatismo impotente o sensualidad abyecta. El espiritualismo indio no es más que ignorancia; la sobriedad china, estupidez; el patriotismo japonés, una consecuencia del fatalismo; y se ha llegado a decir, que si somos menos sensibles al dolor y a las heridas, es debido a una menor sensibilidad de nuestro sistema nervioso.
¿Por qué no divertiros con nosotros? Asia os devuelve el cumplido.
¡Cuánto os reiríais si supieseis cuánto hemos imaginado y escrito sobre vosotros!
Hay todo el encanto de la perspectiva, toda la ofrenda inconsciente de lo maravilloso, toda la venganza silenciosa de lo nuevo y de lo indefinido. Se os ha acusado de virtudes demasiado refinadas para envidiároslas y de crímenes demasiado pintorescos para ser condenados. Nuestros escritores de antaño -hombres doctos y prudentes- nos han enseñado, por ejemplo, que tenéis unas colas de madera escondidas debajo de vuestros vestidos, y que frecuentemente vuestra cena se compone de un buen estofado de niños recién nacidos! Y peor aun; siempre los hemos considerado como el pueblo menos práctico de la tierra, porque nos habían dicho que rezabais mucho, pero no practicabais.
Felizmente, estas ideas falsas empiezan a desvanecerse en nosotros. El comercio ha favorecido la venida de los europeos a los puertos de Extremo Oriente y los jóvenes asiáticos afluyen hacia los colegios europeos para adquirir la educación moderna. Acaso no hayamos logrado profundizar vuestra cultura, pero hemos hecho lo posible por conocerla. Muchos de mis compatriotas han adoptado ya, acaso en exceso, vuestras costumbres y vuestra etiqueta, con la ilusión de creer que al usar unos cuellos almidonados y un sombrero de seda, adquieren el mismo tiempo el conocimiento de vuestra civilización. Por muy dolorosas y afectadas que sean estas maneras de obrar, prueban, en todo caso, nuestro gran interés por aproximarnos respetuosamente al Occidente. Pero, por desgracia la actitud occidental es poco favorable a la comprensión del Oriente.
El misionero cristiano viene a nuestro país a enseñar y no para aprender. Sus informes están basados sobre algunas lamentables traducciones de nuestra inagotable literatura, cuando no sobre anécdotas, poco dignas de fe, de algunos viajeros de paso, y muy raras veces la pluma admirable y llena de caballerosidad de un escritor como Lafcadio Hearn disipa las tinieblas orientales con la antorcha de nuestros reales sentimientos.
Pero acaso con mi franqueza traiciono mi propia ignorancia del culto del té. La esencia de la cortesía oriental exige no decir nada más allá de aquello que de nosotros se espera. Lamentaría pasar por un teísta incorrecto. La mutua incomprensión del Nuevo y el Viejo Mundo, ha hecho ya tanto daño, que considero superfluo excusarme de querer colaborar, aun en lo más mínimo, en el progreso de una compenetración mayor.
El principio del siglo XX hubiera evitado al mundo el espectáculo de una guerra, terriblemente sanguinaria, si Rusia hubiese condescendido a tratar de conocer mejor el Japón. ¡Qué horribles consecuencias comporta para la humanidad el desprecio y la ignorancia de los problemas orientales! El imperialismo europeo, que llega hasta lanzar el grito absurdo del peligro amarillo, no imagina que Asia puede un día comprender el cruel sentido del desastre blanco.
Nos acusáis de tener demasiado té, pero, ¿no podemos nosotros sospechar que a vosotros os falta té en vuestra constitución?
Impidamos que los continentes se lancen continuamente epigramas y adquiramos mayor razonamiento y cordura con la mutua ganancia de medio hemisferio. Nos hemos desarrollado en sentidos distintos, pero no hay ninguna razón para que uno no complete el otro. Habéis ganado en expansión al precio de la pérdida de toda tranquilidad; nosotros hemos creado una armonía, sin fuerza contra un ataque. ¡Creedlo; desde ciertos puntos de vista, Oriente vale más que Occidente!
¿No parece raro, por otra parte, que desde hace tanto tiempo la humanidad se reúna siempre alrededor de una taza de té? He aquí el único ceremonial asiático que merece la estima universal. El hombre blanco se ha mofado de nuestra religión y de nuestra moral, pero ha aceptado sin vacilación el dorado brebaje. El té de la tarde es hoy una de las ceremonias más importantes de la vida occidental. En el ruido delicado de los platitos y las tazas, en el delicioso murmullo de las voces de la hospitalidad femenina, en el catecismo, admitido en todas partes, de la crema y del azúcar tenemos otras tantas pruebas de que la Religión del Té es hoy universalmente admitida. La resignación filosófica del invitado, ante el destino que le amenaza bajo la forma de una decocción frecuentemente dudosa, proclama en voz alta, que en él, por lo menos, el espíritu de Oriente, reina sin duda posible.
La primera mención escrita que se conoce, de la existencia del té en Europa, se encuentra, parece, en el relato de un viajero árabe que cuenta que en 879 las fuentes principales de ingresos de la ciudad de Cantón, estaban constituidas por los derechos sobre la sal y sobre el té. Marco Polo relata también que un ministro de Finanzas fue destituido por haber aumentado arbitrariamente los derechos sobre el té. En la época de los grandes descubrimientos, Europa empieza a estar algo mejor informada sobre las cosas del Extremo Oriente. A finales del siglo dieciséis los holandeses propagan la información de que en Oriente se fabricaba una bebida deliciosa con las hojas de un arbusto. Los viajeros Giovanni Battista Ramsio (1559), L. Almeida (1576), Maffeno (1588) y Tareira (1610), hacen también mención del té. Durante este último año, los barcos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales trajeron a Europa el primer té, que fue conocido en Francia en 1636 y llegó a Rusia en 1638. Hasta 1650 no fue conocido en Inglaterra, pero enseguida se habló de "esta excelente bebida recomendada por los médicos chinos, que en China llaman TCHA, en otros países TAY, o sea TEE".
Al igual que las mejores cosas del mundo, la propagación del té no se hizo sin encontrar grandes oposiciones. Algunos heréticos, como Hector Saville, en 1678, lo denunciaron como bebida impura. Jonás Hanway en su "Ensayo sobre el Té", de fecha 1756, afirmaba que el uso del té hacía perder a los hombres su estatura y su amabilidad y a las mujeres su belleza. El precio que alcanzó el té en sus orígenes, aproximadamente quince o dieciséis chelines la libra, le impidió ser desde el principio una bebida de uso corriente e hizo de él "una delicia para las recepciones del gran mundo, de la cual no se hace presente más que a los príncipes y a los grandes". Pero a pesar de estos inconvenientes, el uso del té se extendió con una rapidez extraordinaria. En la primera mitad del siglo dieciocho, los cafés de Londres se habían convertido en casas de té y eran el lugar frecuentado por los grandes espíritus de la época, como Addison y Steele, que llegaban a olvidarlo todo delante de su servicio de té. El té fue una necesidad de la vida, y por consiguiente una mercancía imponible. Recordemos, además, el papel importante que ha tenido en la historia moderna. La América colonial soportó la opresión hasta el día en que, agotada la paciencia humana, ésta se levantó ante los derechos excesivos impuestos sobre el té. La independencia de América empezó con la destrucción de unas cajas de té en el puerto de Boston.
El sabor del té posee un encanto sutil que lo hace irresistible y muy particularmente susceptible a la idealización; lo cual ha inducido a humoristas occidentales a mezclar su aroma al perfume de su propio pensamiento. El té no tiene la arrogancia del vino, el individualismo consciente del café ni la inocencia sonriente del cacao. En 1711, un periódico inglés, The Spectator, decía:
"Recomiendo muy particularmente a todas las familias bien instaladas, que consagren una hora todas las mañanas al té, al pan y a la mantequilla, y les ruego en su interés, que exijan que este periódico les sea puntualmente servido y lo consideren como formando parte del servicio del té". Samuel Johnson, haciendo su propio retrato, se representa bajo los rasgos de "un bebedor de té empedernido y sin pudor, que durante veinte años no ha regado sus comidas más que con esta planta encantadora, que el té siempre le ha divertido por la tarde y consolado por la noche, y que con el té ha saludado siempre la llegada del nuevo día".
Charles Lamb, adepto declarado del té, ha dado la verdadera definición del teísmo al decir que el mayor placer que conocía consistía en realizar una buena acción involuntaria y en darse cuenta de ello por azar. Porque el teísmo es el arte de ocultar la belleza que se es capaz de descubrir, y sugerir la que no se osa revelar. En esto consiste el noble secreto de sonreírse a sí mismo, con calma y enteramente, y es también el humor verdadero, la sonrisa de la filosofía.
Todos los humoristas verdaderamente originales pueden ser considerados como filósofos del té. Thackeray, por ejemplo, y Shakespeare. Los poetas de la decadencia - ¿cuándo no estará el mundo en decadencia? - han abierto, hasta un cierto punto, con sus protestas contra el materialismo, el camino del teísmo; y acaso hoy sea debido a nuestra facultad de contemplar seriamente lo Imperfecto, que Oriente y Occidente pueden encontrarse en una especie de mutuo consuelo.
Los taoístas cuentan que en el principio de la No Existencia, el Espíritu y la Materia se entregaron a un combate mortal. Finalmente, el Emperador Amarillo, el Sol del Cielo, triunfó de Shuhyung, el demonio de las Tinieblas y de la Tierra. El Titán, en su agonía, rompió con su cabeza la bóveda solar de jade azul y la hizo estallar en pedazos. Las estrellas perdieron sus nidos y la luna erró sin rumbo por los abismos desiertos de la noche. Desesperado el Emperador Amarillo buscó quién pudiese reparar los cielos y buscó en vano.
Del mar oriental salió una reina, la divina Niuka, coronada de cuernos y con cola de dragón, esplendorosa en su armadura de fuego. En su mágica caldera soldó los cinco colores del arco iris y reconstruyó el cielo de China. Pero afirman también, que Niuka olvidó obstruir dos rendijas del firmamento azul y empezó el dualismo del amor; dos almas que ruedan por el espacio y no pueden reposar hasta que logren juntarse para completar el universo. Cada cual debe construir de nuevo su cielo de esperanza y de paz.
El cielo de la edad moderna ha sido destrozado en la lucha ciclópea entre la riqueza y el poder. El mundo marcha a tientas en las tinieblas del egoísmo y de la vulgaridad. La ciencia se compra con una mala conciencia, la bondad se practica por amor a la utilidad. Como dos dragones agitados por un mar tempestuoso, Oriente y Occidente luchan para reconquistar la piedra preciosa de la vida. Necesitamos una nueva Niuka para reparar el gran desastre; esperemos el gran Vichnú. Entretanto, saboreemos una taza de té; la luz de la tarde ilumina los bambúes, las fuentes cantan deliciosamente, el suspiro de los pinos murmura en nuestra tetera. Soñemos en lo efímero y entreguémonos errantes a la bella locura de las cosas.

fuentes: El libro del Té
Okakura Kakuzo

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