miércoles, 29 de febrero de 2012

Masamune, el herrero legendario


En el Japón de los siglos XIII y XIV, vivió un hombre llamado Masamune Ozaki, un herrero cuyo talento en la forja y capacidad para realizar espadas se considera que no tuvo parangón en el País del Sol Naciente. Hay mucho de leyenda alrededor de la vida de este hombre también conocido como Goro Nyudo, pero no cabe duda de que se trata de un personaje histórico, y además de saber que vivió entre 1288 y 1328, nos han quedado muestras de su trabajo ya que varias de sus espadas se conservan y son consideradas tesoros nacionales de Japón. Su fecha de nacimiento se desconoce, y los años antes referidos son aquellos entre los cuales se documentó su trabajo, por lo que necesariamente tuvo que nacer antes de 1288, fecha que erróneamente se usa en ocasiones como la de su nacimiento. Según parece, el trabajo de este herrero no tenía parangón, no solo porque era capaz de elaborar katanas de una solidez impresionante, sino también porque lograba forjar hojas cuya longitud superaba los dos metros, algo muy difícil con los rudimentarios sistemas que se usaban en la época.

Una de las técnicas que se le atribuye es la de laminar una hoja de hierro de un único bloque con acero trenzado. También se dice que practicaba un ritual de purificación con el que eliminaba todas las impurezas del metal empleado, algo muy destacable en una época en la que la materia prima de las espadas solía no ser demasiado pura. Además de katanas, también forjaba wakizahis (espadas cortas) y dagas denominadas tantō.

Las espadas de Masamune se convirtieron en algo tan famoso en el Japón feudal que se consideran portadores de las mismas a personajes tan legendarios como Miyamoto Musashi o algunos de los 47 ronin, hombres que pueden ser considerado como los mayores representantes del código Bushido, que seguirían los samuráis durante siglos.

El maestro de Masamune fue Aka Shintogo Kunimitsu, y tuvo varios discípulos de gran renombre. Muchas veces se considera a Muramasa, otro de los grandes herreros de Japón, como su discípulo. Este dato es incorrecto, pues se cree que les separa más de un siglo, pero se extendió por las leyendas. El caso es que el nombre de Muramasa, como ya veremos, también es recurso habitual para denominar espadas, y según parece, le prohibieron la venta de katanas porque tenían tanto filo que se creía debían estar poseídas por un espíritu maligno; desconozco hasta qué punto esto es histórico, pero fueron tantas las leyendas sobre estos dos herreros que surgieron por el Japón feudal, que resulta muy difícil separar realidad y ficción; en todo caso, a Muramasa siempre le toca el papel malo y a Masamune el bueno.

Una buena y documentada referencia de la calidad de las espadas de Masamune es que Toyotomi Hideyoshi (siglo XVI), el mejor estratega del Japón feudal (en mi opinión) y figura clave de la unificación nipona, realizó una lista de las mejores espadas de Japón a su juicio, en la que había 41 de Masamune, muchas más que de ningún otro herrero; y la lista, considerada un referente, sería añadida durante el shogunato Tokugawa a una más amplia.


A la manera de un artista, un maestro hacedor de espadas solía firmar su trabajo. Pero el más famoso de todos los espaderos, Masamune (1264-1343), fabricó espadas tan peculiares que no necesitaba firmarlas. Masamune era tenido por un hombre profundamente religioso y se decía que sus espadas poseían un gran poder espiritual. El principal rival de Masamune, Muramasa, fue también un hábil espadero. Pero Muramasa amaba la guerra. Sus espadas eran tan fuertes que podía cortar un casco como si fuese un melón. Sus armas tenían sed de sangre. Se decía que los samurais que poseían las malvadas espadas de Muramasa se volvían locos, incapaces de parar de matar, hasta que finalmente volvían las espadas contra sí mismos. Según la leyenda, una manera de comprobar la diferencia de carácter entre las espadas de Masamune y las de Muramasa era poner una de cada, de pie, en una corriente de agua. Las hojas que flotaban en el agua evitarían la espada de Masamune, llegando de una pieza al otro lado. Sin embargo, se verían atrapadas sin remedio por la mortal espada de Muramasa y acabarían cortadas en dos.

Samurais, los guardianes del sol naciente


Siempre admiré la condición y el alma de los antiguos guerreros medievales, hombres dispuestos a sacrificar sus vidas en la defensa de lo que ellos entendían como nobles ideales. Los caballeros europeos son sobradamente conocidos gracias a nuestra literatura más cercana, empero, los paladines de oriente, acaso por la distancia o por una ignorancia aceptada, han sido cubiertos por la bruma o por los fantasmas del recelo. Curiosamente, si nos ponemos a la tarea de comparar vida y obra de estos luchadores comprobaremos que, tanto los de aquí, como los de allí, no se diferencian en exceso en cuanto a determinadas pautas de comportamiento y pronto observaremos que hay pocas cosas que separen al Cid de un samurai Minamoto. Según reza en las antiguas leyendas de la mitología japonesa, en el albor de los tiempos una bella diosa nipona contrajo tristeza de amor, de sus lagrimas brotaron islas que conformaron el archipiélago del sol naciente. Siglos más tarde, surgirían guardianes para proteger las costas y territorios de una de las culturas más apasionantes de las que pueblan nuestro planeta. Samurai, significa en japonés servidor y, eso es precisamente lo que esta casta guerrera e intelectual hizo durante su tiempo de hegemonía —servir a sus señores feudales—, esos mismos daimio que pugnaban por el control de un imperio cuya representación figurativa máxima es el crisantemo. Dicen que la vida de un samurai era bella y breve como la flor del ciruelo, por eso no es extraño que uno de sus lemas vitales fuera: «morir es sólo la puerta para una vida digna». Estos magníficos caballeros mantuvieron una intensa vida militar entre los siglos XII y XVII. En ese periodo de luchas entre clanes, se les podía ver orgullosos a lomos de sus pequeños aunque resistentes caballos y fieles al ritual guerrero impuesto por el bushido, auténtico código de conducta para aquel que se formara en esta indomable casta. La liturgia del samurai antes de cada batalla sigue estremeciendo a todo aquel que se acerque a su historia. El poder contemplar a cualquiera de estos hombres en la preparación de un combate constituía un enorme espectáculo donde la intensidad y el honor lo invadían todo. Con sumo cuidado ceñían a su cuerpo majestuosas armaduras lacadas en negro en las que un sinfín de piezas ajustadas milimétricamente protegían a su dueño. La ceremonia se completaba cuando el samurai cogía sus armas personales en las que destacaba la katana, una infalible espada de 60 cm de largo elaborada con técnicas ancestrales sólo conocidas por escogidos maestros herreros, los cuales necesitaban tres meses para forjarlas. La tradición exigía que fuera la espada la que eligiera a su compañero, para ello el guerrero se situaba ante un grupo expuesto por el forjador. La elección sólo dependía de las vibraciones comunes emitidas por la espada y el samurai. Una vez juntos no volverían a separarse jamás, entroncándose sus almas hasta el combate final. Los samurais ocupaban sus periodos de ocio en el perfeccionamiento del espíritu. Gustaban de la poesía y el teatro y se refugiaban con frecuencia en la creación de maravillosos jardines flotantes. Eran auténticos pensadores que engrandecieron Japón en diferentes ámbitos. Su declive llegó cuando la paz y los tiempos modernos se instalaron en el país. En 1868 el 7% de la población japonesa se podía considerar samurai, es decir, dos millones de personas regentaban sus vidas basándose en el código bushido. Muchos, ante el temor popular que seguían infundiendo, se refugiaron en las ciudades convirtiéndose en artistas, comerciantes o profesores, otros, no tuvieron esa suerte quedando abandonados a la marginación o al alcoholismo. En 1876 los samurais se rebelaron ante el poder. Durante más de un año mantuvieron en jaque al gobierno con sus armas tradicionales. Sin embargo, el peso de la nueva tecnología bélica aplastó sus tradiciones y orgullo y más de 20.000 murieron acribillados por fusiles repetidores o ametralladoras de posición mientras realizaban sus últimas y gloriosas cargas de caballería. Fue la única manera que concibieron para morir de forma noble y justa con las enseñanzas recibidas, otros optaron por el seppuku o suicidio ritual, acabando sus días por su propia mano y no por la del enemigo. En 1944 el espíritu samurai resurgió en forma de kamikazes que intentaban frenar el avance norteamericano sobre sus islas. Como sabemos, todo fue inútil y aquel viento divino terminó por estrellarse contra el acero blindado de los buques aliados. No obstante, algo queda en la idiosincrasia nipona de aquellos bravos guerreros, lo vemos en su talante nacional, el mismo que ha impulsado a un imperio abatido por la guerra hacia los primeros puestos ocupados por las potencias que les vencieron.

EXTRAIDO DE: SAMURAI, LOS GUARDIANES DEL SOL NACIENTE
DE; CAROL GASKIN Y VINCE HAWKJNS

miércoles, 1 de febrero de 2012

¿Existe un comienzo?


No es que el buddhismo niegue la teoría de un Dios-Creador, pero considera la hipótesis no sólo innecesaria, sino también incompatible con los hechos conocidos. Si para poder existir el mundo debió haber tenido un creador que lo antecediera, ¿cómo es que este mismo creador llegó a existir, y por medio de qué leyes estaba gobernada su naturaleza? Si tal ser fue capaz de existir sin un creador, la única razón para asumir su propia existencia es removida, porque el mundo mismo puede igualmente existir sin una causa que le anteceda. ¿Pudiera decirse entonces que el universo y el proceso de vida tuvieron algún comienzo, o estamos obligados a pensar en términos de comienzos sólo debido a las limitaciones de nuestra propia mente?

Un comienzo es un evento que tiene que suceder en un punto específico del espacio y del tiempo. No puede ocurrir en el vacío sin tiempo porque las tres condiciones del tiempo -pasado, presente y futuro- que son necesarias para que suceda cualquier evento, no pueden darse en un estado sin tiempo. Para que cualquier evento suceda, debe existir el tiempo antes de que suceda (pasado); el tiempo en que sucede (presente) y el tiempo después de que sucede (futuro). Pero el tiempo es todo él un concepto relativo: deben existir eventos sucediéndose para hacer posible que el tiempo exista, y es sólo a través de ciertos eventos sucediéndose regularmente, tales como la rotación diaria de la tierra y los cambios de estaciones, como el tiempo puede ser conocido y medido.

El acontecer de eventos necesita de la existencia de cosas. Por cosas queremos decir objetos que ocupan espacio y que por sus movimientos entre sí marcan no sólo divisiones en el tiempo, sino también áreas medibles en el espacio. Espacio y tiempo son entonces una unidad; un todo cualitativo con partes cuantitativas o relaciones. Podemos considerarlas por separado, pero no podemos adelantar ninguna declaración sobre una que no involucre en cierta manera a la otra. En una pincelada ésta es la base de la teoría de la relatividad. El conocimiento del espacio y del tiempo depende de la conciencia y de la posición sin ningún punto fijo de observación. El movimiento espacial y temporal es común tanto al observador como al objeto observado, de tal manera que lo que puede ser conocido no es una "cosa" sino simplemente una relación.

Cuando esto es comprendido se desprende que nunca pudo haber existido un comienzo –un origen que surge de la nada– del universo o del proceso de vida. Es cierto que el universo como lo conocemos se desarrolló de la materia dispersa de un universo previo, y cuando desaparezca, sus restos, a la manera de fuerzas activas, darán nacimiento, después de un tiempo, a otro universo en exactamente la misma forma. El proceso es cíclico y continuo. El complejo espacio-tiempo es curvo, y en una construcción curva de interrelaciones no puede haber un punto de origen o salida, de tal manera que en estas series de causas relacionadas es inútil buscar una Causa Primera. Tenemos la tendencia a buscar primeras causas y las pensamos necesarias sólo porque nuestras mentes están condicionadas a la relatividad temporal y espacial; la mente, por su propia naturaleza, debe operar dentro del mecanismo del cual es ella misma una parte; sólo puede tratar con relaciones. Esta es la razón por la que se dice en textos buddhistas –"no es posible descubrir el origen de los fenómenos, y no se puede encontrar el origen de los seres obstruídos por la ignorancia y entrampados por el deseo ".

De la misma forma que un universo da origen a otro a través de la energía residual que continuamente se renueva a sí misma –eso es, por medio del principio de la indestructibilidad de la materia– en esta misma forma la vida de un ser da origen a otro ser que no es el mismo en identidad y que no implica un ser inmutable, permanente. Aquello que los une es llamado en el buddhismo "kamma", o actividad volitiva; la continuación del proceso causal es llamada "samsara", o los ciclos del renacimiento; la actualidad del renacimiento y de la existencia sin ningún principio permanente de identidad o ser es llamada "anatta".

Cuando se dice que los ciclos del mundo o períodos del mundo, conocidos en el buddhismo como kappas, son de una duración inmensurable, debe ser recordado que todos los conceptos de tiempo son relativos; los medimos desde nuestra propia posición. En un contexto espacial inmensurablemente más vasto, el contexto del tiempo se alarga correpondientemente, de tal manera que eventos que cubren millones de años con nuestros cálculos, pueden ser medibles en términos de segundos. El cerebro puede enredarse con el concepto de infinitas construcciones espaciales-temporales que encajan o se impregnan entre sí interminablemente en todas direcciones, pero no está totalmente fuera de las posibilidades de la imaginación humana. Aparece con bastante frecuencia en el pensamiento buddhista; hay un número infinito (expresado convencionalmente como "diez mil", o "incalculable") de universos y treinta y un planos de existencia que tienen amplias diferencias en la medida del tiempo.

Lo que es impensable es un estado no-causal donde ni el espacio, ni el tiempo ni los eventos tienen existencia alguna. Esto tiene que ser comprendido por medio de la percepción directa, lo que significa deshacerse de las cadenas de la relatividad y de sus conceptos y procesos, y contactar dentro de uno mismo el "asankhata" o elemento incondicionado. La mente pensante, racional y discursiva, al agotar su exploración de los fenómenos y descubrir que todos ellos son impermanentes y carentes de realidad esencial, debe trascender este mecanismo, parar los impulsos generativos, y así producir la liberación final de todos los procesos. Esta liberación final es llamada Nibbana.

Artículo tomado del libro Dimensions of Buddhist Thought por Francis Story (Buddhist Publication Society, Sri Lanka, 1985). Traducción española por Marco Ornelas.