martes, 30 de agosto de 2011

Que es el Sumi-e ... ?


Sumi-e ó Suiboku (墨絵; también "水墨画;", 'suibokuga'?) es una técnica de dibujo monocromático en tinta de la escuela de pintura japonesa. Se desarrolló en China durante la dinastía Tang (618 - 907) y se implantó como estilo durante la dinastía Song (960 - 1279). Fue introducida en el Japón a mediados del siglo XIV por monjes budistas zen y creció en popularidad hasta su apogeo durante el Período Muromachi (1338 - 1573).

Tecnica de sumi-e

Se requieren cuatro elementos para esta pintura: La barra de tinta (Sumi), hecha con las cenizas de bembo o de pino. La piedra abrasiva que sirve de tintero (Suzuri). El pincel, que esta hecho con distintos pelos de animales y el papel de arroz hecho a mano. Frotando la barra de tinta y unas gotas de agua, en forma circular, contra la piedra abrasiva se obtiene una cremosa tinta negra. Mientras se prepara la tinta el artista permanece en silencio concentrado en el sujeto de su pintura. El pincel se sostiene de forma perpendicular al papel de arroz, entre el dedo índice y el pulgar. La muñeca debe permanecer inmóvil y el brazo no debe apoyarse. La pincelada es libre pero controlada.
Justificar a ambos ladosLo que se busca con esta pintura es captar la esencia del sujeto, su espíritu, no tanto su apariencia. Es una pintura simbólica y espiritual llena de sutilezas, la belleza no se encuentra en la apariencia sino en lo que se representa.


Sumi-E es un término que significa pintura a tinta. Se hizo conocida en Japón alrededor del siglo VII aC por académicos que regresaban desde China. Ellos trajeron consigo muchas ideas culturales como la caligrafía (escritura hermosa) y un estilo de pintura influenciada por ésta. Los japoneses adoptaron este estilo de pintura y le agregaron el don cultural japonés y lo nombraron Sumi-E.

Sumi-E consiste en cuatro trazos de pinturas usualmente referidas como los cuatro “amigos”: Bambú, Brotes de Ciruelo, Orquídea Silvestre y Crisantemo.

Se considera que el Bambú, el primer amigo, contiene las características de un caballero. Los chinos lo consideran como virtuoso y humilde y también consistente ya que retiene su follaje todo el año.
El segundo amigo, Brotes de Ciruelo, cuyos brotes son usados por los trazos de esta pintura son de hecho los brotes que crecen en el árbol del Damasco Japonés. Este árbol es el símbolo del invierno con el renacer de la vida no lejos de la llegada de la primavera.
El tercer amigo es la Orquídea Silvestre. Este amigo es considerado como femenino, simboliza la serenidad de la oscuridad. Emite un perfume bello especialmente a medida que crece en los bosques profundos.
El cuarto de los amigos es el Crisantemo, altamente valorado en China debido a su longevidad. Desafía el hielo del invierno al brotar en otoño.
Los cuatro amigos representan todas las formas del universo. Una creencia común era que ellos eran llamados los cuatro amigos porque sólo los ricos tenían el lujo de darse el gusto con ello y disfrutar la caligrafía y el arte de la pintura oriental. En esa época también había famosas mujeres y niños pintores. Estos hechos están registrados en los anales de la historia del arte.
Cuando Sumi-E fue introducido en Japón los monjes Budistas Zen lo usaron como un ejercicio Zen. Ellos valoraron la libertad del uso del color al usar sólo las sombras derivadas de la tinta, la totalidad del espectro, desde el negro lleno hasta el blanco. Esto enfatizaba líneas, sombras y sentimientos emocionales y encontraron que requería más disciplina, lo que era bueno para su práctica espiritual.
Hay una historia popular acerca de “Sesshu”, un pintor japonés del siglo XIV, quien cuando niño disgustaba a su Abad al dibujar en vez de estudiar sus lecciones religiosas. Como castigo fue atado a un árbol para que meditara. Sin embargo, dibujó en la arena un ratón tan vívido con su dedo gordo del pié, que cobró vida, mordió la soga y lo liberó.
Hay muchas leyendas Sumi-E, tal como la del Emperador que puso a dos pintores Sumi-E a competir entre sí y les pidió que pintaran una hoja de arce flotando río abajo. Un artista pintó laboriosamente con detalles la hoja flotando. El segundo artista, quien no aprobaba las competencias, tomó a un gallo, sumergió sus patas en tinta mezclada con pintura roja y presionó sus patas sobre un gran papel de arroz lo que representaba la corriente de agua.
Muchos artistas occidentales han estudiado Sumi-E o han recibido su influencia. El trabajo de artistas tales como Toulouse Lautrec, Gaugin, Mary Cassett y Pierre Bonnard fueron influenciados por Sumi-E, sus trabajos expresan la vida interior de la materia del tema, la que está llena de individualidad y espíritu. Un trazo conduce sin esfuerzo al próximo, mostrando que el artista tiene total control de su mente y pincel.
Para mantener el espíritu de Sumi-E es importante no hacer esbozos, en cambio debe mantener la imagen en su mente, disfrutar su belleza y pintar la memoria de ella en el lenguaje Sumi-E, usando el espectro total desde el negro hasta el blanco. Eso es Sumi-E en su forma más elevada, por ejemplo recordar cómo se ve una abeja cuando se mueve de una flor a otra o un pájaro aleteando al capturar un insecto.
Para los antiguos chinos Sumi-E refleja el Dao, el permanente principio del universo; la vía de la vida. El mismo espíritu siempre ha morado en las mentes de los pintores Sumi-E. Están conscientes que Hokusai, Sesshu, Bunuho y otros están a su lado ayudándolos a hacer las cosas que aman hacer.
La historia japonesa fue registrada en rollos de papel con caligrafía y pinturas Sumi-E, lo que ayuda a los historiadores a ver la vida como era en el pasado. Los mapas marítimos también fueron hechos en Sumi-E. Se dice que son superiores a los mapas de hoy, según experimentado marinos. Sumi-E fue también usado para hacer las primeras películas con movimiento. La historia fue pintada e ilustrada en Sumi-E y un rollo que se habría horizontalmente era visto a través de una caja que ofrecía entretenimiento a los niños y a los pueblos de la periferia. Todo esto demuestra con seguridad que Sumi-E es en realidad el lenguaje del pueblo.

martes, 9 de agosto de 2011

LOS MAESTROS DEL TÉ


En la religión, el Porvenir está delante de nosotros. En arte, el Presente es eterno. Los Maestros del Té afirmaban que el verdadero sentido del arte sólo es posible a quienes sienten del arte su influencia viviente. Y así trataban de amoldar su vida cotidiana al perfecto modelo de refinamiento que realizaban en la Cámara del Té. En cualquier ocasión trataban de conservar su serenidad de espíritu y de enderezar la conversación de manera que no se rompiese jamás la armonía circundante.
El color y el corte de los vestidos, el equilibrio del cuerpo, la manera de caminar, todo puede servir para la manifestación de una personalidad artística.
Punto en verdad capital, porque quien no ha alcanzado la belleza no tiene derecho a acercarse a la belleza. Y por esto el Maestro del Té, trataba de ser algo más que un artista, el arte mismo. Era el Zen de la estética.
La perfección está en todo si nos preocupamos de reconocerla. Rikiu se complacía en citar un viejo poema en el que se dice:
"A quienes sólo aman las flores, quisiera mostrarles la florescencia de la primavera en los capullos nacientes sobre las colinas cubiertas de nieve."
Los Maestros del Té han traído al arte numerosas aportaciones. Han revolucionado enteramente la arquitectura clásica, y la decoración interior ha creado un nuevo estilo del que nos hemos ocupado al hacer la descripción de la Cámara del Té, estilo cuya influencia se encuentra en los palacios y en los monasterios construidos desde el siglo sexto. El complejo Kobori-Enshiu ha dejado maravillosos vestigios de su genio en la villa imperial de Katsura, en los castillos de Najoya y de Nijo y en el monasterio de Khoan. Todos los jardines del Japón han sido dibujados por los Maestros del Té y se puede considerar como seguro que nuestro arte de la cerámica no hubiese jamás alcanzado la perfección si los Maestros del Té no le hubiesen prestado su inspiración; la fabricación de los utensilios del té necesita por parte de nuestros artífices una gran parte de inspiración.
Los siete Hornos de Enshiu son perfectamente conocidos de quienes hayan estudiado la historia de la cerámica japonesa. Muchas son también las telas que llevan los nombres de los Maestros del Té que contribuyeron a su dibujo y a su colorido.
Es absolutamente imposible, en verdad, encontrar ninguna rama del arte, donde los Maestros del Té no hayan dejado la huella de su genio. Y sería inútil señalar los inmensos servicios prestados al arte de la laca y de la pintura.
Una de las más grandes escuelas de pintura debe su origen al gran Maestro Honnami-Koyetsu, tan famoso como artista lacador como ceramista. Al lado de sus obras, las magníficas creaciones de Koho, su nieto, y de Kerin y de Kenzan sus sobrinos, quedan en la sombra.
La escuela de Kerin, tal como se la define generalmente, es una expresión del Teísmo; parece que, a grandes líneas, esta escuela posea la vitalidad de la Naturaleza misma.
Pero por grande que haya sido la influencia de los Maestros del Té en el dominio del arte, no es nada comparada con la que han ejercido en el camino de la vida. No solamente se nota su influencia en los usos y costumbres del gran mundo, sino en los más triviales detalles de nuestra vida doméstica. Muchos de nuestros platos más delicados, así como la forma de presentar los alimentos en general, a ellos son debidos. Nos han enseñado a no llevar vestidos de colores sobrios. Nos ha iniciado en el estado de espíritu en que debemos hallarnos para acercarnos a las flores. Han hecho más enérgico nuestro amor natural de la simplicidad; nos han mostrado la belleza de la humanidad. En una palabra, por sus lecciones el té ha entrado en la vida del pueblo.
Los que, de entre nosotros, ignoran el secreto de adaptar convenientemente nuestra propia existencia sobre este mar tumultuoso de emociones insensatas que llamamos vida, viven en un estado de continuo sufrimiento, tratando en vano parecer felices y satisfechos.
Nos debilitamos con nuestros esfuerzos para conservar nuestro equilibrio moral y vemos un precursor de la tormenta en cada nubecilla que flota en el horizonte. Y hay, no obstante, una alegría y una belleza en las tempestades de las olas que barren la eternidad. ¿Por qué no penetrar en su espíritu, o, como Liehtsé, cabalgar sobre el huracán mismo?
Sólo quién ha vivido en la belleza morirá en la belleza.
Los últimos momentos de los Maestros del Té estaban tan llenos de refinamiento como lo habían estado sus vidas. Buscando siempre conservar la armonía con el gran ritmo del universo, estaban siempre dispuestos a penetrar en lo ignoto. El "Ultimo Té de Rikiu" estará siempre grabado en mi espíritu como la cima de la grandeza trágica.
Vieja era la amistad que unía a Rikiu y al Taiko Hideyoshi, y alta la estima en que el gran guerrero tenía al Maestro del Té; pero la amistad de un déspota es siempre un peligroso honor. Era un tiempo en que reinaba la traición y los hombres no depositaban su confianza ni en su más próximo pariente.
Rikiu no era un cortesano servil y algunas veces había tenido la audacia de contradecir a su orgulloso señor; con lo cual, aprovechando la frialdad que reinaba desde algún tiempo ente el Taiko y Rikiu, los enemigos de este último lo acusaron de haber tomado parte en un complot para asesinar al déspota.
Murmuran al oído de Hideyoshi que el fatal brebaje debía serle administrado en forma de bebida verde, preparada por el Maestro mismo.
La menor sospecha bastaba a Hideyoshi para decidir una inmediata ejecución y todo recurso era inútil ante su voluntad irritada; el único privilegio que consentía a quien había condenado, era el honor de morir por su propia mano.
El día fijado para su propio sacrificio, Rikiu invitó a sus discípulos predilectos a la última ceremonia del té. A la hora prescrita los invitados se reunieron tristemente bajo el pórtico; al recorrer sus miradas los caminos del jardín, los árboles parecían temblar y oyeron pasar por los murmullos de sus hojas los suspiros de los fantasmas sin asilo. Las linternas de piedra gris parecían centinelas solemnes ante las puertas de Hadés. Pero un efluvio de incienso llegó hasta ellos procedente de la Cámara del Té; es la señal que convida a los invitados a entrar. Uno a uno avanzaron y tomaron sus puestos; en el Tokonoma se halla suspendido un kakemono en el que están escritas las maravillosas reflexiones de un viejo monje sobre el aniquilamiento de las cosas terrenales. El murmullo de la tetera hirviendo sobre el brasero parece el canto de una cigarra expresando su tristeza por el verano que huye. Pero el huésped aparece; cada cual es servido y todos vacían silenciosamente sus tazas, el huésped el último de todos, Después, conforme a la etiqueta, el invitado de mayor categoría pide permiso para examinar el servicio de té. Rikiu pone delante de ellos los diferentes objetos y el kakemono. Cuando han expresado la admiración que les produce la belleza de estas piezas maravillosas, Rikiu les hace presente de ellas a título de recuerdo. Sólo guarda para sí el bols. "Que jamás esta copa, mancillada por los labios de la desgracia, sirva para otro hombre." Y rompe la taza en mil pedazos.
La ceremonia ha terminado; los invitados, reteniendo apenas sus lágrimas le dan el adiós postrero y abandonan la Estancia. Al ruego de Rikiu, uno solo, el más querido de todos, permanecerá y asistirá a su fin, Rikiu, entonces, se despoja de su kimono, lo pliega cuidadosamente sobre la esterilla y aparece vestido con el traje de la muerte, de una blancura inmaculada. Mira con ternura la hoja brillante del puñal fatal y le dirige estos versos exquisitos:

¡Sé bienvenida,
Oh, Espada de la eternidad!
A través de Buda
Y a través de Dharma, igualmente,
Te has abierto tu vida.
Con la expresión sonriente, Rikiu ha pasado al gran misterio de lo ignoto.

viernes, 5 de agosto de 2011

LAS FLORES (CHA-NO-YU)


En la gris y temblorosa luz del alba de una mañana de primavera, ¿no habéis experimentado, al oír murmurar los pájaros en los árboles con una cadencia misteriosa, que no podían ser sino flores que hablaban entre ellas? Pero está fuera de duda que, para la humanidad, el amor de las flores ha debido nacer al mismo tiempo que la poesía del amor. ¿Podemos acaso concebir la revelación de un alma virgen, mejor que en presencia de una flor, dulce en su inconsciencia, que acaso no tiene perfume sino porque es silenciosa? Al ofrecer a su amada la primera guirnalda, el hombre primitivo se elevó por encima de la bestia; elevándose por encima de las necesidades groseras de la Naturaleza, ha sido humano; al apreciar la sutil utilidad de lo inútil, ha entrado en el reino del arte.
En la alegría y en la tristeza, las flores son nuestras amigas fieles. Comemos, bebemos, cantamos y bailamos con ellas. Nos bautizan y nos casamos con flores. No osamos morir sin ellas. Hemos adorado con el lirio, hemos meditado con el loto, hemos batallado con la rosa y el crisantemo. Hemos intentado hablar el lenguaje de las flores. ¿Cómo podríamos vivir sin ellas? Da pavor pensar en un mundo vacío de su presencia. ¡Qué consuelo nos traen a la cabecera del enfermo, qué luz de bendición a las tinieblas de los espíritus fatigados!
Su serena ternura reconforta nuestra confianza vacilante en el universo, como la mirada dulce de una criatura resucita nuestras perdidas esperanzas. Cuando estamos acostados bajo la tierra son ellas las que permanecen llorando sobre nuestras tumbas.
Pero por muy triste que nos sea, debemos confesar que a pesar de nuestra familiaridad con las flores, no nos hemos elevado mucho por encima del bruto. Rascad la oveja y el lobo que vive en nosotros no tardará en mostrar sus colmillos. Alguien ha dicho que el hombre es, a los diez años, un animal; a los veinte, un loco; a los treinta, un fracasado; a los cuarenta, un falsario y a los cincuenta, un criminal. Acaso no llegue nunca a ser un criminal porque no ha cesado nunca de ser un animal. Lo único real para nosotros es el hambre, lo único sagrado, nuestros deseos. Todos los altares, unos tras otros, se han derrumbado ante nuestros ojos; uno solo subsiste eterno; aquel sobre el que incensamos nuestro ídolo supremo: nosotros mismos. Nuestro Dios es grande y el dinero es su profeta; para sus sacrificios devastamos la Naturaleza entera.
Nos alabamos de haber dominado la materia y olvidamos que es la materia la que ha hecho de nosotros unos esclavos. ¡Cuántas atrocidades cometemos en nombre de la cultura y del refinamiento!
Decidme, bellas flores, lágrimas de las estrellas, que estáis ahí, en vuestro jardín, balanceándose según el placer de las abejas que cantan el sol y el rocío, ¿conocéis el terrible destino que os espera? Soñad, balanceaos, murmurad cuanto podáis entre las brisas del verano. Mañana, una mano implacable os arrancará brutalmente, seréis despedazadas, llevadas lejos de vuestras apacibles mansiones. ¡Pasaréis por bellas! ¡Pero cuánto más bellas erais cuando la mano que os arrancó no estaba manchada con vuestra sangre! Vuestro destino será quizá adornar los cabellos de una mujer sin corazón o el ojal de quien no osaría miraros frente a frente si fueseis un hombre. Acaso vuestra suerte sea un jarro estrecho con un poco de agua estancada para apagar vuestra sed torturadora que indica que la vida se acaba.
Flores, si habitaseis el palacio del Mikado, encontraríais alguna vez un terrible personaje que se llama a sí mismo el maestro de las flores, armado de unas tijeras y de una sierrecilla. Se atribuye los derechos de un doctor, y por instinto lo odiaríais, pues no ignoráis que un doctor trata siempre de prolongar los sufrimientos de sus víctimas. Os cortaría, os doblaría, os torcería en todas las posiciones imaginables que juzgase útil imponeros. Torcería vuestros músculos y dislocaría vuestros huesos como un osteópata. Os quemaría con carbones ardientes para restañar vuestra sangre y os hundiría alambres en la carne para activar vuestra circulación. Os teñiría con sal, vinagre, alumbre o vitriolo.
Cuando estuvieseis desfallecidas arrojaría a vuestros pies agua hirviendo para reanimaros. Estaría orgulloso de conservaros vivientes dos o tres semanas más de las que hubierais vivido sin su tratamiento. ¿No hubierais preferido morir en cuando habéis sido cogidas? ¿Qué crimen habéis cometido durante vuestra encarnación pretérita para merecer tal castigo durante ésta?
La devastación de las flores practicada en Occidente, es acaso más cruel que los tratamientos aplicados por los maestros de Oriente. La cantidad de flores cortadas a diario para adornar salones y mesas de banquetes es enorme; atadas juntas formarían una guirnalda a un continente. Comparada con esta indiferencia completa de la vida, el crimen del maestro de las flores es insignificante.
Él respeta la economía de la Naturaleza, escoge sus víctimas con esmero y una vez muertas honra sus restos. En Occidente el puesto de flores forma parte del decorado de la riqueza; es la fantasía de un momento. ¿Dónde van estas flores cuando la fiesta ha terminado? ¿Hay algo más doloroso que ver una flor marchita arrojada sin remordimientos sobre un montón de estiércol?
¿Por qué serán las flores tan bellas siendo tan desgraciadas? Los insectos pueden picar y el animal más tranquilo tiene defensas cuando se siente acorralado. Los pájaros cuyas plumas son buscadas para adornar los sombreros, pueden escapar, volando, a su perseguidor; el animal velludo cuya piel codiciáis, puede ocultarse a vuestra vista. ¡La única flor que tiene alas es la mariposa! Todas las demás quedan inmóviles y desarmadas ante sus verdugos.
Si lanzan gritos durante su agonía, no llegarán a nuestros oídos endurecidos. Somos brutales ante los que nos aman y sirven en silencio, pero puede venir la hora en que nuestra crueldad aleje de nosotros nuestros mejores amigos. ¿No habéis notado que las flores son más escasas de año en año? Acaso sus sabios les han aconsejado huir hasta que el hombre sea más humano; sin duda han emigrado al cielo.
Alabemos al hombre que se entrega a la cultura de las flores; el hombre del tiesto es infinitamente más humano que el hombre de las tijeras. Lo vemos con placer inquietarse por la lluvia y el sol, cómo lucha con los parásitos, su miedo a las heladas, su ansiedad cuando tardan en aparecer los capullos, su éxtasis cuando las hojas tienen todo su esplendor. En Oriente el arte de la jardinería es uno de los más antiguos, y los cuentos y las canciones están llenas de historias del amor del poeta por su flor favorita. Bajo las dinastías Tang y Song, los ceramistas crearon para las plantas recipientes maravillosos; no eran vasos, sino verdaderos palacios llenos de piedras preciosas. Cada flor tenía un doméstico especialmente encargado de velar por ella y de cepillar sus hojas con un fino cepillo de pelo de conejo. Yuenchunlang, dice en su Pingtsé que la peonia debe ser regada por una joven maravillosamente ataviada, y el ciruelo de invierno por un monje pálido y grave. En el Japón, una de las danzas más populares, el hachinoki, que data de la época de Ashikaga, refiere la historia de un caballero pobre, que no teniendo nada para calentarse, cortó una noche, para recibir a un religioso errante, sus plantas más queridas para quemarlas. El religioso no es otro que HOJO-Tokiyori, el Haroun-el-Raschif del Oriente, el sacrificio del buen caballero es recompensado espléndidamente. Aun hoy día, la representación de esta comedia arranca lágrimas a los espectadores de Tokio.
Antiguamente se tomaban las mayores precauciones para preservar y cuidar las flores más delicadas. El emperador Huensung, de la dinastía Tang, suspendía campanillas de oro de las ramas de sus plantas para alejar los pájaros.
Era el mismo que en primavera se hacía acompañar por los músicos de su corte, para divertir a las flores con conciertos exquisitos.
Existe todavía en el monasterio de Sumadera, cerca de Kobé, una tableta que la tradición atribuye a Yoshitsuné, el héroe de nuestro ciclo de leyendas equivalente a la Tabla Redonda; es una advertencia para la protección de un ciruelo célebre, y está escrita en el tono de la épica guerrera. Después de haber hecho la descripción de la belleza de sus flores, la inscripción dice: "A quien hubiese cortado una sola rama de este árbol, le será confiscado en cambio un dedo." ¿No sería conveniente hoy aplicar estas leyes a quienes ejercen su frenesí destructor sobre las flores y los objetos de arte?
Y también hay que acusar el egoísmo humano del delito de poner las flores en macetas. ¿Por qué arrancar las plantas a su ambiente y exigirles que florezcan en lugares que les son extraños? ¿No es esto igual que pedir a los pájaros que canten y procreen en la prisión de una jaula? ¿Quién sabe lo que sufren las orquídeas, ahogándose en el calor artificial de un invernáculo, suspirando por un rayo de sol meridional?
El verdadero amante de las flores es el que las visita en sus reductos natales, como los poetas y filósofos de China, Taouyenming, que se sentaba delante de una barrera de bambúes para conversar con los crisantemos salvajes, o como Linwosing, que se extravió en medio de los caminos misteriosos mientras se paseaba, al crepúsculo, por entre los ciruelos en flor del lago Occidental.
Cuentan también que Chowmushih dormía en una embarcación, a fin de que sus sueños pudiesen confundirse con los del loto. Y este mismo espíritu animaba a la emperatriz Komio, una de las más renombradas soberanas de Nara, cuando cantaba:
"Si te cojo, mi mano te mancillará, ¡oh flor! Tal cual te veo en el borde del prado, te doy en ofrenda a los Budas del pasado, del presente y del porvenir."
No seamos, no obstante, demasiado sentimentales. Seamos menos lujosos, pero más magníficos. Laotsé decía: "El cielo y la tierra son implacables."
Kobodaishi decía: "Corre, corre, corre; la corriente de la vida va siempre más lejos. Muere, muere, muere; la muerte viene para todos." La destrucción nos aguarda por todas partes. Destrucción abajo y en lo alto, destrucción delante y detrás. El Cambio es la única cosa eterna; ¿por qué, pues, no acoger la Muerte como la Vida? No existen más contrapartidas que, la Noche y el Día de Brahma. A través de la desintegración de lo viejo, el recreo es imposible. Bajo muchos nombres diferentes, hemos adorado la Muerte, la Diosa implacable de la piedad; los Gheburs saludaban en el fuego al gran Devorador Universal; el Japón de Shinto se arrodilla hoy todavía delante del purismo helado del alma de la espada. El fuego místico consume nuestra debilidad, la espada sagrada rompe la esclavitud del deseo. De nuestras cenizas se eleva el fénix de la esperanza celeste; de la libertad nace una realización más alta de la humanidad.
¿Por qué no destrozar las flores, si de ellas podemos sacar nuevas formas para ennoblecer el mundo? No les pedimos sino juntarse a nosotros en nuestro sacrificio a la belleza. Rescataremos nuestras malas acciones consagrándonos a la pureza y a la simplicidad. Así razonaban los Maestros del Té, cuando fundaron el culto de las flores.
Quien conozca el alma y la manera de ser de los Maestros del Té y de las flores, habrá observado con qué veneración religiosa tratan a éstas. Jamás cogen una flor al azar, sino que escogen cuidadosamente cada rama y cada tronco, sin perder nunca de vista la composición artística que llevan en el espíritu.
Se sonrojarían si jamás cortasen más de lo que es abundantemente necesario.
En estos casos asocian siempre las hojas a las flores, a fin de constituir un conjunto que conserve la belleza entera de la planta viviente. Desde este punto de vista, como en muchos otros, su método difiere completamente del de Occidente, donde sólo pueden verse ramas y capullos amontonados en perfecto desorden, al azar, en un jarrón cualquiera.
Cuando un Maestro del Té arregla una flor según su rito, loa colocará sobre el Tokonoma, que es el puesto de honor de toda residencia japonesa.
Nada que pueda perjudicar el efecto que produce se colocará cerca de ella, ni aun una pintura, a menos que haya alguna razón estética para una combinación de este género. La flor está allí como un príncipe en su trono y los invitados, al entrar, se inclinarán ante ella antes de saludar al huésped. Existe toda una literatura a este respecto y son ejecutados dibujos que se divulgan para edificación de los amantes de las flores. Cuando la flor se marchita, el dueño la confía cuidadosamente al río o tiernamente la oculta bajo la tierra. Algunas veces se elevan por ellas pequeños monumentos.
El origen del arte de arreglar las flores es contemporáneo con el teísmo, es decir del siglo quince. Nuestras leyendas atribuyen el primer arreglo floral a los viejos santos budistas que recogían las flores segadas por el huracán y, en su solicitud por todas las cosas vivientes, las ponían en jarros llenos de agua. Se cuenta que Soami, el gran pintor artista de la corte de Ashikaga-Yoshimasa, fue uno de los primeros adeptos de esta costumbre. Juko, el Maestro del Té, fue uno de sus discípulos, así como Senno, el fundador de la casa Ikébono, familia tan ilustre en los anales de la flor como la de Kano en la pintura. Al mismo tiempo que se perfeccionaba bajo Rikiu el ritual del Té, en la segunda mitad del siglo dieciséis, el arte de arreglar las flores alcanzaba su máximo esplendor. Rikiu y sus sucesores, los célebres Ota-Wuraka, Furuka-Oribé, Koyetsu, Kobori-Enshiu, Katagiri-Sekishiu, rivalizaban entre sí en la busca de combinaciones nuevas e imprevistas. Pero no hay que olvidar, no obstante, que el culto de las flores, tal como lo practicaban los maestros del té, no era sino una parte de su ritual estético y no constituía por sí mismo una religión. El arreglo floral, como cuantas obras de arte adornaban la Cámara del Té, estaba subordinado al plan general de la decoración. Shekishiu prohibía hacer uso de las flores blancas del ciruelo mientras hubiese nieve en el jardín. Las flores "escandalosas" estaban formalmente desterradas de la Cámara del Té. Un arreglo floral hecho por un Maestro del Té, pierde todo su valor si se lleva a otro sitio que no sea aquel al que estaba destinado, porque sus líneas, todas sus proporciones han sido hechas para armonizar con los objetos que la rodean.
La adoración de la flor por sí misma comienza con el nacimiento de los maestros de las flores hacia la mitad del siglo diecisiete. Nuevos métodos y nuevas concepciones fueron desde entonces posibles y dieron nacimiento a nuevos principios y escuelas. Un escritor del siglo pasado decía que podían contarse más de cien escuelas distintas del arte de arreglar las flores. En conjunto, se dividen en dos ramas principales: la formalista y la naturalista. La escuela formalista, dirigida por Ikébono, aspiraba a un idealismo clásico correspondiente a la Academia de Kano. Se conocen descripciones de arreglos florales, ejecutados por los maestros de esta escuela, que reproducen las pinturas de flores de Sansetu y de Tsunenobu. Por el contrario, la escuela naturalista, acepta, como su nombre indica, la Naturaleza como modelo y se limita a imponerle las modificaciones de forma necesarias a la belleza artística. ¿Acaso no encontramos aquí los mismos impulsos que han dado nacimiento a las escuelas de pintura de Ukiyoé y de Shijo?
Sería muy interesante estudiar más a fondo las leyes de composición y de detalle, formuladas por los maestros de las flores de esta época, basadas en las mismas teorías fundamentales que regían la decoración Tokugawa. Tres principios fundamentales las gobiernan. El principio primordial, o sea el cielo; el principio subordinado, o la tierra; el principio conciliador, o sea el hombre.
Toda composición floral que no se rigiese por estos principios, era considerada como infecunda y muerta. Los maestros de entonces insistían mucho sobre la importancia de tratar una flor bajo sus tres aspectos diferentes, el formal, el semiformal y el informal. Es como si el primero presentase las flores en un suntuoso traje de baile, el segundo dentro de la elegancia sobria de un traje de tarde y el tercero en la deliciosa intimidad de un "deshabillé."
Nuestras simpatías personales se inclinan, debemos confesarlo, más hacia el arreglo floral de los maestros del té, que hacia los de los maestros de las flores. Los primeros son el arte concebido según su objeto esencial en el terreno de su verdadera intimidad con la vida.
Esta escuela debería llamarse natural, en oposición a la naturalista y a la formalista. El Maestro del Té estima que su deber se limita a la elección de las flores y les deja contar su propia historia. Entráis en el recinto del té hacia el final de un invierno y veis una tenue ramilla de cerezo silvestre combinado con una camelia en capullo; ¿no es como un eco del invierno que muere, una anunciación de la próxima primavera? O entráis, para el té del mediodía, un día tórrido de verano, y descubrís en la penumbra fresca del Tokonoma, un simple lirio en un vaso suspendido; chorreando rocío, parece sonreír a la locura de la vida.
Es cierto que un solo de flores puede ser interesante, pero cuando se combina en concierto con la pintura y la escultura, ¡qué maravillosa sensación!
Shekishiu puso una vez unas plantas acuáticas en una bandeja plana, para dar la sugestión de una vegetación de lagos y pantanos, y sobre ella colgó una pintura de Soami representando ánades salvajes en pleno vuelo. Shoha, otro maestro del té, compuso un poema sobre la belleza de la soledad al borde del mar, con un pebetero de bronce que tenía la forma de una caña de pescador y algunas flores silvestres que crecen por las playas.
Uno de los invitados contó que había experimentado ante esta composición el soplo del otoño languideciendo.
Las historias de flores no tienen fin. Durante el siglo dieciséis, la "gloria de la mañana" era todavía rara en nuestro país. Rikiu poseía un jardín entero plantado de ellos y lo cuidaba con esmero. El renombre de sus campanillas llegó a oídos de Taiko y éste expresó su deseo de verlas; Rikiu, entonces, le invitó a un té matinal en su casa. El día fijado, Taiko llegó y se paseó por el jardín, pero no había en él la menor traza de campanilla. El suelo estaba nivelado y recubierto de guijarros y de arena. Lleno de ira y violencia el déspota entró en la Cámara del Té, pero allí un espectáculo inesperado le desarmó. Sobre el Tokonoma, en un bronce maravilloso de la época Song, vio una sola campanilla, una "gloria de la mañana", la reina del jardín entero.
Estos ejemplos nos muestran todo el significado del sacrificio de las flores, y este significado acaso las flores mismas lo agradezcan. En ellas no hay maldad de los hombres. Algunas flores se vanaglorian de la muerte; las flores de cerezo, por ejemplo, que voluntariamente se abandonan a los vientos. Quien haya visto las avalanchas embalsamadas de Yoshino o de Arashiyama ha podido darse cuenta. Durante unos instantes revolotean como una nube de piedras preciosas y danzan sobre las aguas de cristal; después, bogando por las ondas sonrientes, parecen decir: "¡Adiós, Primavera; vamos hacia la eternidad!"

martes, 2 de agosto de 2011

EL SENTIDO DEL ARTE


¿Conocéis el cuento taoísta del Arpa amaestrada?

En el barranco de Lungmen se levantaba hace mucho, mucho tiempo un árbol Kiri que era el verdadero rey de la selva. Tenía tan alta la cima que podía conversar con las estrellas, y tan profundas sus raíces en la tierra, que sus anillos de bronce se mezclaban con los del dragón de plata que dormía en sus entrañas. Y ocurrió que un hechicero hizo de este árbol una arpa maravillosa, que sólo podía ser dominada por el más grande de los músicos. Durante siglos, esta arpa formó parte del tesoro de los emperadores de China, pero mamás, cuantos intentaron arrancar de ella algún sonido, vieron sus deseos coronados por el éxito. Sus esfuerzos titánicos sólo lograban arrancar de ella unas notas impregnadas de desdén; poco en armonía con los cantos que pretendían obtener.
El arpa rehusaba reconocer un dueño.
Vino por fin Peiwoh, el príncipe de los arpistas. Acarició el arpa como se acaricia un caballo indomable cuando se quiere calmarlo y pulsó dulcemente sus cuerdas. ¡Cantó las estaciones y la naturaleza toda, las altas montañas y las aguas corrientes, y todos los recuerdos aletargados en el árbol se despertaron!
Nuevamente la dulce brisa de la primavera se infiltró a través de las ramas. Las cataratas, al precipitarse en el arroyo, sonreían a los capullos de las flores. Otra vez se oían las voces soñadoras del verano con sus miríadas de insectos, el murmullo de la lluvia y el canto del cuclillo. ¡Oíd! Un tigre ha rugido y el eco del valle le responde. Es el otoño; en la noche desierta, la luna brilla como una espada sobre la hierba helada. El invierno; a través del aire lleno de nieve se agitan los torbellinos de cisnes y el granizo sonoro golpea las ramas con alegría salvaje.
Después Peiwoh cambió de tono y cantó el amor. Como un doncel enamorado, la selva se inclina delante de una nube parecida a una joven que vuela en las alturas; pero su paso arrastraba sobre el suelo largas sombras negras como la desesperación. Peiwoh canta la guerra; las espadas chocan y los caballos relinchan. Y en el arpa se levanta la tempestad de Lungmen; el dragón cabalga sobre el rayo, el alud se precipita desde las colinas con un ruido ensordecedor de trueno. El monarca Celeste, extasiado, pregunta a Peiwoh cuál es el secreto de su victoria. "Señor", contesta, "todos han fracasado porque sólo se cantaban a sí mismo. Yo he dejado al arpa escoger su tema y en verdad tengo que deciros que no sabía si era el arpa que dominaba a Peiwoh o Peiwoh que dominaba el arpa."
Este cuento muestra cuán difícil es el secreto del arte y cuán misterioso es su sentido. Una obra maestra es una sinfonía ejecutada con nuestros sentimientos más refinados. El verdadero arte es Peiwoh y nosotros somos el arpa de Lungmen. Al mágico contacto de la belleza, las cuerdas secretas de la belleza se despiertan y en contestación a su llamada vibramos y nos sobresaltamos.
El espíritu habla al espíritu; oímos lo que nos ha sido dicho, contemplamos lo invisible; el maestro arranca notas sin que sepamos de dónde. Recuerdos de largo tiempo olvidados vuelven a nosotros llenos de un nuevo significado. Esperanzas ahogadas por el temor, impulsos de ternura que no nos atrevemos a reconocer, se nos ofrecen rodeados de un nuevo esplendor. Nuestro espíritu es la tela sobre la que el artista pone los colores, los matices son nuestras emociones y el claroscuro está formado por la luz de nuestras alegrías y lo sombrío en nosotros y nosotros estamos en la obra maestra.
Las concesiones mutuas son la base de la comunión de simpatías necesaria para la concepción del arte. El espectador debe cultivar su propia aptitud para recibir el don; el artista debe saber cómo mandarlo. El maestro del Té Kobori-Enshiu, que era daimio, nos ha dejado esta sentencia memorable: "Acercaos a un gran pintor como os acercáis aun gran príncipe". Para comprender una obra maestra, inclinaos respetuosamente ante ella y esperad que os hable, aguantando vuestro aliento. Un célebre crítico de la época Song hizo una vez una confesión maravillosa. "Cuando era joven, ensalzaba al maestro cuyas obras me gustaban; a medida que mi juicio maduró me enorgullecía de admirar lo que los maestros habían escogido para hacerme amar." Es lamentable que tan pocos de entre nosotros nos tomemos la molestia de estudiar las grandes fórmulas de los maestros. En nuestra ignorancia obstinada les rehusamos este homenaje de cortesía y nos privamos del festín de belleza que ofrecen a nuestros ojos. Un gran maestro tiene siempre algo que ofrecer y nos vamos con sed de belleza, porque nos falta gusto.
Para quién, por el contrario, tiene el sentido del arte, una obra maestra es una realidad viviente hacia la que se siente inclinado por un sentimiento de camaradería. Los grandes maestros son inmortales porque sus angustias y sus amores viven eternamente en nosotros. El alma es más potente que la mano; el hombre, que la técnica; y a causa de la comprensión intima entre el maestro y nosotros, llegamos a sufrir y a gozar con los héroes y las heroínas de los grandes poemas. Chikamatsu, nuestro Shakespeare japonés, consideraba que uno de los principios esenciales de la composición dramática era inspirar confianza al público. Entre gran número de obras que le fueron sometidas por sus discípulos, una sola le gustó; era una que tenía alguna semejanza con la "Comedia de los Errores", en la cual se ve a dos hermanos víctimas de su identidad desconocida.
"Siento vivir en ella - dijo Chikamatsu -, el espíritu del drama, porque reside en el público mismo, que conoce detalles que el actor mismo ignora.
Sabe sobre qué reposa el error y siente piedad por los personajes que ve en la escena precipitarse inocentemente hacia su destino."
Los grandes maestros de Oriente como del Occidente han tenido siempre en cuenta la importancia de la sugestión para dar confianza al espectador.
¿Quién podría contemplar una obra maestra sin sentir el pavor de la inmensidad de pensamiento que encierra? No hay obra maestra que no sea familiar y simpática.
¡Y cuán frías, por otra parte, las producciones de la época contemporánea!
Aquí el caluroso abandono de un corazón humano; allí nada más que un simple gesto formalista. Esclavos de la técnica, los modernos jamás se elevan por encima de ellos mismos; como los músicos intentan en vano hacer vibrar el arpa de Lungmen pero son sólo ellos los que cantan. Acaso sus obras sean cercanas de la ciencia pero están alejadas de la humanidad. Un viejo proverbio japonés dice que una mujer jamás podrá llegar a amar a un hombre verdaderamente vanidoso, porque no hay en su corazón la menor grieta por donde pueda penetrar el amor. La vanidad en el arte es también fatal a la simpatía, sea por parte del artista, sea por parte del público.
Nada hay más edificante que la unión espiritual delante del arte. En los momentos de estos encuentros, el verdadero artista se sobrepasa; es, y a la vez no es. Entrevé un resplandor del infinito, pero no tiene palabras para expresarlo, porque los ojos no tienen lengua. Liberado de las cadenas de la materia, su espíritu puede moverse en el ritmo puro de las cosas. Así es como el arte se incorpora con la religión y ennoblece la humanidad; es lo que hace de la obra maestra algo sagrado. En los tiempos antiguos los japoneses rodeaban las obras maestras de una veneración extrema. Los maestros del té conservaban sus tesoros con una discreción religiosa, y a menudo era necesario abrir una tras otra numerosas cajas, antes de descubrir el relicario, envoltorio de seda en los pliegues suaves de la cual reposa el Santo de los Santos. Se mostraba muy raramente y sólo a los verdaderamente iniciados.
En la época en que el Teísmo estaba en su apogeo, los generales del Taiko se mostraban más satisfechos de recibir como recompensa de sus victorias, una obra de arte que una vasta extensión de territorio. Varios de nuestros dramas más famosos tiene como tema la pérdida y la recuperación de una célebre obra de arte. En uno de ellos, por ejemplo, el palacio del señor Hosokawa, en el que se conserva el célebre retrato de Dharma, por Sesson, se incendió por una negligencia del samurai de servicio. Resuelto a afrontar todos los peligros para salvar el precioso cuadro, aquel se precipita al interior de las llamas, se apodera del kakemono, pero halla todas las salidas cerradas por el incendio.
Pensando sólo en la salvación del preciado tesoro, saca su espada, se hace en el cuerpo una ancha herida y con una de sus mangas cortadas arrolla la seda pintada y hunde el envoltorio en la herida. El fuego se extingue al fin, y entre las cenizas humeantes se halla un cuerpo medio consumido en el interior del cual, salvado del fuego, reposa el tesoro inestimable. Por trágica que pueda considerarse esta historia, prueba, no sólo la fidelidad de un samurai, sino el valor que debe darse a una obra de arte.
No debemos olvidar, no obstante, que el arte no tiene valor más que en cuanto habla de nuestra sensibilidad. Puede llegar a ser una lengua universal, si nosotros mismos somos capaces de ser universales en nuestros sentimientos.
La fuerza de nuestras tradiciones, nuestra inteligencia limitada, las convenciones sociales y nuestros instintos hereditarios, restringen lamentablemente nuestra capacidad de goce artístico. También nuestra individualidad fija hasta un cierto punto los límites de afinidades en las creaciones del pasado. Por otra parte, es evidente que la cultura desarrolla nuestro sentido del arte y que cada día somos más susceptibles de gozar con una manifestación artística, la que hubiéramos sido ayer insensibles. Pero, ¿no es acaso nuestro propio temperamento el que nos impone la forma en nuestra percepción y no es nuestra propia imagen la que vemos en el universo? Los grandes maestros del Té sólo coleccionan objetos correspondiendo exactamente a sus gustos personales.
Esto nos recuerda una historia concerniente a Kobori-Enshiu. Para ensalzar el gusto que había presidio la elección de sus colecciones, sus discípulos le decían: "Cada una de vuestras piezas es tal, que nadie puede dejar de admirarlas, lo cual prueba que tenéis mejor gusto que Rikiu, puesto que sólo una persona sobre mil es capaz de apreciar sus colecciones." A lo que contestaba Enshiu tristemente: "He aquí la prueba de mi vulgaridad. Nuestro gran Rikiu tuvo la audacia de escoger únicamente los objetos de su preferencia personal, mientras yo, inconscientemente, he dado parto al gusto de la vulgaridad. Hay un solo Rikiu entre mil, entre los maestros del Té."
Jamás lamentaremos bastante que la mayor parte del entusiasmo aparente que hoy se profesa hacia el arte, no repose sobre un sentimiento real profundo. En una época democrática como la que vivimos, los hombres aplauden lo que se considera mejor por las masas, sin respeto por sus propios sentimientos.
Se ama lo caro y no lo refinado; lo que está de moda y no lo que es bello. Para las masas populares, la contemplación de las revistas ilustradas, que es verdaderamente el digno producto de su industrialismo, produce un elemento de goce artístico más fácil de digerir que los primitivos italianos o los maestros del Ashikaga que pretenden admirar. El nombre del artista, es para ellos más importante que la calidad de la obra. Un crítico de arte chino decía hace muchos siglos que "el pueblo hace la crítica de una pintura con el oído". A esta falta de gusto personal y de opinión propia debemos los horrores seudo-clásicos que se ciernen sobre nosotros por todas partes.
Otro error, lamentablemente extendido, es confundir el arte con la arqueología. La veneración hacia la antigüedad es uno de los rasgos más bellos de la naturaleza humana y sería deseable que estuviese más extendida de lo que está; los viejos maestros deben ser honrados por haber abierto el camino del progreso, y el hecho solo de haber atravesado intactos tantos siglos de crítica y haber llegado hasta nosotros cubiertos de gloria, exige nuestro respeto. Pero sería locura a nuestra simpatía histórica el sentido de nuestro discernimiento estético. Ofrecemos las flores de nuestra aprobación al artista, cuando reposa bajo su tumba. La teoría de la evolución engendrada por el siglo diecinueve, ha creado en nosotros el hábito de perder de vista al individuo en la especie. Un coleccionista sólo se preocupa de adquirir ejemplares de una escuela o de una época determinada y olvida que una sola obra maestra emociona más que una cierta cantidad de productos mediocres. Clasificamos demasiado y gozamos poco. El abandono del método de presentación científica, ha sido la causa de la muerte de muchos museos.
Los derechos del arte contemporáneo no pueden permanecer ignorados en el plan viviente de la vida. El arte es hoy el que nos pertenece realmente; es nuestro propio reflejo; condenarlo es condenarnos a nosotros mismos. Se dice hoy que la época presente está desprovista de arte. ¿A quién incumbe la responsabilidad?
¿No es una vergüenza que, ante tantas alabanzas a los antiguos, estemos tan poco atentos a nuestras propias posibilidades? ¡Y hay, no obstante, artistas que luchan, almas extenuadas que se agotan en la sombra de un desdén! En un siglo fijo en su propio centro, como el nuestro, ¿qué inspiraciones les ofrecemos? El pasado puede mirar con desdén la pobreza de nuestra civilización; el porvenir se mofará de la esterilidad de nuestro arte. Destrozamos la belleza al destruir el arte de nuestra vida. ¿Llegará a nosotros el Mago que con el tronco de la sociedad moderna formará el arpa potente que vibrará bajo los dedos del Genio?

lunes, 1 de agosto de 2011

LA MAESTRIA


Una de las características determinantes de la práctica de la arquería, y en realidad de todas las artes según son encaradas en el Japón, y probablemente también en otros países del Lejano Oriente, es que no tiene un fin meramente utilitario ni se limita al puro goce estético, sino que está destinada a adiestrar la inteligencia ya ponerla en contacto con la realidad esencial. De ahí que el objeto de la práctica de la arquería no consista única y exclusivamente en "dar en el blanco"; que el esgrimista no esgrima la espada sólo para derrotar a su antagonista, y que el bailarín no baile sólo para ejecutar ciertos movimientos rítmicos del cuerpo. Antes que nada, la mente debe ser armonizada con lo Inconsciente.

Si se quiere realmente ser Maestro en un arte, su conocimiento técnico no basta; es necesario trascender el aparato de la técnica, de manera que el arte se convierta en un "arte sin artificio", surgido del Inconsciente.

En el caso particular de la arquería, quien acierta el blanco y el blanco mismo, dejan de ser dos objetos antagónicos para transformarse en una sola, única realidad. El arquero pierde conciencia de sí como persona empeñada en dar en el blanco que tiene ante su vista; y este estado de "inconsciencia" se cumple cuando, absolutamente vacío y libre de sí, se vuelve uno, indivisible, con el arte de su destreza técnica, aunque haya en él algo, de un orden totalmente diferente, que no puede ser aprehendido a través de ningún estudio progresivo del arte.

Lo que distingue esencialmente la doctrina Zen de todas las demás doctrinas religiosas, filosóficas o místicas es que, al par que no trasciende jamás los límites de nuestra vida cotidiana y pese a su concreción y pragmaticidad, posee algo que la mantiene apartada de la sordidez y la inquietud humanas.

Llegamos así a la relación entre la doctrina Zen y el arte de los arqueros, y otras artes afines como la esgrima, el arreglo floral, la ceremonia del té, la danza y las bellas artes en general.

La doctrina Zen no es otra cosa que el "espíritu cotidiano", según la feliz expresión de Baso (Matsu; muerto en 788) ; "espíritu cotidiano" que consiste simplemente en "dormir cuando se está fatigado", en "comer cuando se tiene hambre". Apenas reflexionamos, meditamos y conceptuamos, la inconsciencia original se pierde y se interpone un pensamiento. Ya no comemos cuando estamos comiendo ni dormimos cuando estamos durmiendo. La flecha se desprende de la cuerda pero no se dirige recta-mente hacia el blanco ni el blanco permanece donde está.
El cálculo, que es por naturaleza erróneo, interviene, y toda la experiencia de la arquería misma toma el camino equivocado. La mente confusa del arquero se traiciona a sí misma en todo sentido y en todos los planos de su actividad.

El hombre es una flecha pensante pero sus más grandes obras sólo las realiza cuando no está pensando o calculando. La "puerilidad" debe ser recuperada a través de largos años de adiestramiento en el arte del olvido de sí, y cuando lo logra, el hombre piensa aunque no piense. Piensa como la lluvia que cae del cielo, como las olas que se agitan en el océano, como las estrellas que iluminan el cielo nocturno, como el verde follaje mecido por la suave brisa de la primavera. En realidad, él es la lluvia, el océano, las estrellas, el follaje.

Cuando un hombre alcanza esta etapa de desarrollo "espiritual", se convierte en un artista Zen de la vida. No necesita, como el artista pintor, un lienzo, pinceles y colores, ni como el arquero el arco, la flecha, el blanco y otros utensilios. Tiene para ello sus miembros, su cuerpo, su cabeza; y su vida "Zen" se expresa por medio de todos estos instrumentos naturales, de cardinal importancia para su manifestación; sus manos y pies son sus pinceles y el universo todo el lienzo donde "pintará" su vida durante setenta, ochenta, y aun noventa años de existencia. Esta "pintura" recibe el nombre de Historia.

Hoyen de Gosozen (muerto en 1140) dice: "He aquí un hombre que, habiendo convertido la vacuidad del espacio en una hoja de papel, las olas del océano en un tintero y el monte Sumeru en un pincel, traza estos cinco caracteres: so-shi-sai-rai-i. Ante ellos, extiendo mi zagu y me inclino reverentemente".

Podríamos preguntarnos: ¿qué significa esta extravagante declaración? ¿Por qué alguien capaz de ejecutar esta acción debe ser considerado por ello digno del mayor respeto? Un Maestro del Zen respondería: "Como cuando siento hambre, duermo cuanto estoy cansado". Si siente inclinación hacia la naturaleza tal vez conteste: "Ayer hacía buen tiempo; hoy llueve". El lector sin embargo quizá aun no haya visto la respuesta a su pregunta: ¿donde está el arquero?

En este breve y maravilloso libro, Eugen Herrigel, filósofo alemán que llegó al Japón y allí se entregó a la práctica del arte de los arqueros en la esperanza de adquirir a
través de ella el conocimiento profundo de la doctrina Zen, nos ofrece un esclarecedor relato de sus experiencias personales en la materia. A través de sus palabras, el lector
occidental podrá entrar en contacto, de una manera más familiar, con algo que muy a menudo debe de haberle parecido una extraña y en cierto modo inaccesible experiencia oriental.

DAISETZ T. SUZUKI
Ipseich, Massachusetts
Mayo de 1953